Desde que
empezó el confinamiento salgo a aplaudir con mis hijos. Los primeros días
miraba sin mucho interés a un lado y otro de la calle, veía quien se asomaba y
si alguno mostraba signos de estar enfermo. Cumplíamos con los sesenta segundos y
entrabamos corriendo como si el aire pudiese infectarnos. Ni saludo ni sonrisa.
No conocía a nadie, no sé si por
la vida que llevo o el tipo de vivienda, unifamiliar. Hasta hace tres semanas
mi relación con todos ellos era un saludo formal. Desconocidos compartiendo una
calle, una acera, un parque y frecuentando la misma panadería, idéntico
Mercadona y a deshoras, mal y nunca, el gimnasio.
Un par de días no me di cuenta
de la hora y no salí a dar con mis aplausos ese aliento que necesitan los que
están en el frente, pues esta es una guerra que se libra con un enemigo
implacable e invisible. Era consciente de eso y de mucho más, de que la gente muere
y de que el virus parece programado para aniquilar a nuestros mayores. Pero qué
importaba un aplauso más o menos.
Salí al tercer día de ausencia y
vi a mi vecino de enfrente mirar con interés hacía mi ventana. Uno a uno nos
evaluó en la distancia, cuando él mayor dejó la Nintendo sobre la cama y
aplaudió con fuerza, vi alivió en sus ojos. Tras un intercambio de miradas con
su mujer y antes de cerrar la ventana y bajar la persiana, me sonrieron con
timidez y quise leer en aquel movimiento de labios: «Mañana a la misma hora».
Por alguna razón, al regresar a
mi confinamiento la necesidad de ponerles nombre fue imperiosa. No me valía un
apelativo cariñoso, quería una historia y dos nombres propios, aunque fueran
inventados. Podía haber gritado a la mañana siguiente, pero hubiera perdido el
encanto que mi mente dibujaba, y la realidad forzada, encarcelarme de nuevo en
aquellas cuatro paredes con el miedo a perder a uno de mis hijos.
«Raúl y Laura».
Y a la noche siguiente salí un
minuto antes y esperé a que Raúl abriese la ventana y llamara a Laura. Me miró
y en lugar de saludarme me mostró su puño cerrado con el pulgar alzado: fuerte
y regio. Esperó. Esperó a que yo cerrase el mío y le confirmará que un día más
habíamos vencido.
Ayer llovió y la temperatura rozó
los cero grados. Nevó en la sierra. Ya sabemos que el calor no lo aniquila ni
el frío lo detiene; los afectados y muertos siguen su ascenso en esa curva que
todos desde casa queremos aplanar. Dudé de que alguien saliese a aplaudir.
Nuevamente mi escepticismo en el ser humano hizo que me confundiera.
Allí en la ventana con plumas,
gorro de lana y con las manos descubiertas para que sus palmadas se oyesen
desde lejos, estaba Raúl y Laura. Yo me abroché bien la bata y salí. Menearon
la cabeza cuando me vieron tan ligera de abrigo. Aguanté ese sermón sin
palabras. Quise replicar como una adolescente enfurruñada, pero sonreí y me eché
sobre los hombros la manta que tengo a los pies de la cama. Estaban complacidos
y yo orgullosa de hacerles feliz.
Ahora aplaudimos casi cuatro
minutos. Raúl pone caras a mi hija y esta se ríe, luego nos dice adiós con las
dos manos desde su ventana totalmente abierta. Laura se retira a un discreto
segundo plano, porque lo hace con tal fuerza y brío que la levanta los pelos
del flequillo; se ríe y pone los ojos en blanco. Se quieren.
Qué extraña resulta esta vida..., las personas, mejor dicho. He puesto dos
alarmas: una a las 19:50h y otra a las 19:57h. Antes me resultaba indiferente cruzarme con alguien en la calle, podía pasarme el fin de semana encerrada con
mis hijos dentro de casa y ahora necesito asomarme a la ventana y ver a Raúl y
Laura. Quiero que sepan que me preocupo por ellos, que me preocuparé cuando no
salgan y que, si alguna noche me ausento, se preocupen, el virus nos habrá
alcanzado; no quiero que piensen que es por desesperanza o desgana, porque
realmente ellos me importan.
«Mañana a la misma hora» nos grita y con esa sencilla frase se ahuyenta
esta soledad que me invadió los primeros días de confinamiento. Porque no estoy
sola. #NuestrosHeroes