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INTEMPERIE.


Hacía mucho tiempo donde un libro no me dejaba tan buen sabor de boca, hay tantas interpretaciones del mismo como experiencias tiene la vida, tantos comentarios como lectores y ninguno mejor que otro o más acertado, todo enriquecedores.

Es una novela cargada de silencios reveladores y simbolismos que esclarecen lo que callan las bocas. Donde la intemperie es un personaje más de la historia que nos revela un futuro incierto o un enemigo que enmudece.

Aquellos que estén dispuestos a leer esta maravillosa novela, que no sigan leyendo, solo cuando lleguen a esa tregua que da Dios en la última frase del libro tan agridulce, que regrese a esta humilde opinión. Quiero confesar que las primeras hojas se me antojaron pesadas con tanta descripción por increíble que resultase, extraña para la literatura del siglo XXI, cargada de vocabulario rural que me hizo echar mano del diccionario, pero al final resultó enriquecedor en un momento donde los términos ingleses sepultan nuestro maravilloso idioma. Acostumbrada a las novelas urbanitas me maravillé del dominio de las palabras.

Para ser la primera novela de este fascinante escritor que domina los silencios a la perfección, que cuenta sin palabras una descarnizada historia cargada de dramatismo y falta de toda esperanza, resultó ser una magnífica historia contada con maestría, quizá la suerte del novato que no se vuelva a repetir en la vida, o tras un profesor de educación física se nos descubra un maestro de las letras. Cuando terminé con la obra busqué la biografía de Jesús C. esperando encontrar un licenciado en psicología, por ese perfil tan bien pincelado en la figura del niño, del cabrero y hasta del alguacil.
La constante es la muerte que nos pincela en la sequía que convierte las reses en esqueletos cubiertos de pellejo, en pueblos fantasmas y pozos secos. La intemperie al cielo raso es un desierto donde el agua escasea y la muerte abunda, es la ausencia de hogar, la solución a una vida cargada de abusos que nos arroja a un final marcado por el drama.

Sin nombre ni lugares nos recuerda que no se narra una vida en concreto, sino cientos en miles de lugares, donde el pasado se confunde con el presente y vislumbra un futuro parecido, porque el hombre tras siglos de andanzas por estos caminos sigue abusando de su posición de poder ante el débil.

Y el cabrero que guarda en la memoria violencia parecida, ve en el niño lo que otros quieren callar, respeta su silencio y su distancia, y entre ellos surge la única esperanza del libro.

Y a pesar del final amargo cuando cierras la contraportada, la ilusión de la salvación aletea sobre la cabeza de ese niño desamparado con cuatro cabras, un burro y un perro, ¿por qué? Porque llueve, la falta de agua es un eco que nos trae aves carroñeras surcando los cielos, casas polvorientas que se derrumban ante el abandono de sus dueños, reses que aguardan en la cuneta que las ratas acaben con ellas; pero no te confíes pues el autor te dice que durante un rato Dios aflojó su tormento.

Para aquellos que decidáis leer esta magnífica obra os daré otro detalle curioso. La angustia del niño cuando el cuerpo del cabrero cae con la cara mirando al suelo, por qué no dejarla así, porque se entierra mirando al infierno a todos aquellos que hayan pecado, suicidas, asesinos y gente de mal vivir, pero el cabrero a pesar del final que dio al alguacil, buscó que el niño no se convirtiera en lo que más teme, los valores morales y religiosos que intenta a lo largo de la obra enseñarle, pues el abuso continuo normaliza la contemplación del mal con indiferencia, el futuro que le ofrece, una profesión de trashumante, la persistencia en forma de cabra, y una dirección que significa la supervivencia , ir al norte.
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