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Tormenta de Galgos. 43



Cuadragésima tercera entrada a mi blog.

Mentira. Me ocultan algo. Omiten decirme las cosas con detalle, son ambiguos en las respuestas, prolongan los silencios esperando un milagro o que me aburra y me vaya, evaden preguntas directas y claras, y lo que más me irita de todo es la tendencia a esquivar el asunto, “¿Estoy loca?”.
Le he dicho a mi madre que me siento como una falsificación de mi misma. Vivo una historia falsa pues no la siento mía. Los datos, los detalles o las explicaciones que todos me brindan no encajan, son ajenas a mí, y esos sueños que no recuerdo como vivencias me hacen sentir completa.
Entender el motivo de por qué me mienten me resulta complejo. Lo que me cuentan es del todo razonable pero no me resulta real. Según mi madre, y es por lo que me he ido de casa dando un portazo, mi hermana cogió el teléfono, cierto, pero no me colgó sin ayudarme, removió cielo y tierra para traerme a casa, y  sin llegar a decirlo me ha insinuado que lo consiguió. Y yo no recuerdo los acontecimientos como ella me los ha narrado. Os preguntareis qué has sentido tras escuchar esto: rabia. Por qué mis padres muestras esa fe ciega en ella. Pero no siento la intranquilidad de otras veces cuando me cuentan algo del pasado que hace que mi cerebro salte las alarmas de protección. Cuando creo que me mienten.

Pero hoy es otro día, y tengo un planazo. Mirando en internet, la Fundación Mapfre tiene una exposición de las mejores fotos que representan el horror de la infancia en los países menos desarrollados. Y me tienta ver si alguna de mis imágenes decora sus salas.
Y también he decidido ir en medio de trasporte, una especie de tour por medio Madrid. Sentada en el último de los tres autobuses que he pillado para llegar hasta la puerta de la Fundación, muy cerca de la Plaza Colón, voy ensimismada mirando por la ventana a la gente caminando por la acera. Gente que viene y va, gente desconocida con una historia que contar con una razón por la que llorar y una alegría para vivir. Y estoy relajada.

-¿Quieres casarte conmigo?-la voz del Greñas me sorprende en la distancia.
-¿Estás loco? Ya me casé una vez y salió todo fatal. No necesitamos un papel que nos diga que somos el uno para el otro.- estaba asustada.
-Yo me alegro de que saliera fatal, si no jamás te hubieses fijado en mí.- era imposible no quedar atraída por su personalidad, no estaba yo tan segura de aquello.- Yo lo hago por Fox que necesita unos papeles en regla, por temas de herencias y demás.
-Estás peor de lo que pensaba.- reír es lo que más me gusta compartir con él, su risa es contagiosa.- No temo al compromiso, sino a que los hados de los malos augurios sean conscientes de nuestra felicidad y nos la quiten.
-Nada ni nadie nos separará jamás…-Y su voz se confunde en el barullo del tráfico.
Me he pasado de parada. Miro nerviosa por la ventanilla. En la acera hay una pareja discutiendo, me llaman la atención, parecen dispuesto a enzarzarse en una pelea y esa misma impresión la tienen los transeúntes que se giran a mirarles. Entonces me fijo mejor en el hombre alto con media melena, es el Greñas y quién es ella, el autobús sigue su marcha y él la tapa por completo. Me levanto a trompicones cayendo sobre unos y otros, farfullo una disculpa y toco el timbre de parada pero no para, le grito que se detenga que tengo prisa y el hombre me señala la rotonda: “¿Cómo voy a dejarla en mitad de este lio?” es un caos, un tapón de coches cada uno en un sentido. Miro por la puerta cerrada para ver si todavía puedo fijarme en la persona con la que el Greñas dispute, y puedo verla, es inconfundible. Con su melena morena suelta y rizada, su ropa elegante pero algo ajustada y su inconfundible postura altanera, no es la Rubia, que es hortera y cursi, es La puta del chocho al rojo, tiene algo más de sutilidad en el vestir aunque sea una copia barata de lo que yo fui en otro tiempo.  
Literalmente: ¡Me quiero morir! ¿Cómo puede el Greñas conocer a esta versión mala de mi misma? ¿Por qué discuten en la calle con tanta pasión? No puedo pensar que sean amantes, no puedo ni imaginarlo, mil veces preferiría verle retozar con la Rubia que con la que fue capaz de robarme un día todo.
Y quince minutos después estoy en la puerta de la Fundación pero no hay señales de ninguno de los dos.
Maya. Asociación Galgo Español.
No tengo ni ganas de ver la exposición ni de nada.  Tengo lo que yo llamo fatiga mental. Un cansancio emocional, de tanto estrés de esta ansiedad que me consume y esa depresión que arrastro desde hace meses.  No puedo soportar más este exceso de sentimientos quebradizos. Imaginarme al Greñas con esa, es suficiente para hundirme de nuevo en la miseria.
Pero ya que estoy aquí entro y me doy un garbeo por las distintas salas pero sin dedicarles el tiempo necesario. Miro el folleto que me han entregado en la puerta y no veo mi nombre, hace años que no hago ningún trabajo, y este mundo te recuerda efímeramente.
Paseo aquí y allí, miro de reojo alguna imagen pero no profundizo en nada. En la tercera sala me recibe la fotografía de unos niños vestidos con harapos acarician a un perro blanco que lleva al cuello un pañuelo rojo. Es un momento feliz a pesar de la pobreza que representa. Y la mirada del perro me persigue allá donde me coloque, me mira a mí y me persigue a mí, pero algo en mi corazón se agita nervioso, un sentimiento agarrado con cadenas que quiere liberarse, pero sé que es destructivo y doloroso, lo sé porque esos ojos profundos y marrones de un perro al que no conozco me cuentan una historia desgarradora. Y dejo la imagen agitada. Voy paseando por la sala con los ojos fijos en el suelo, estoy alterada, esos niños y ese perro me hostigan. Me choco en el hombro con una señora que se limpia una lágrima con un pañuelo de papel desgastado. Levanto la vista y el mismo grupo de niños juegan al futbol con una pelota hecha de trozos de tela, en el fondo corriendo de un lado a otro está el mismo perro blanco, y me sonrío.
-No le parece triste la imagen.- me dice la mujer.- No tienen zapatillas y corren descalzos tras unos trapos viejos que han unido formando una pelota. Nuestros hijos no valoran lo que tienen.
-No hay tristeza en esa imagen, es felicidad lo que se respira. La pelota la hicimos con las aportaciones de todos, y la unimos con los cordones viejos de los cascos azules. El jerezano les enseñó las reglas básicas pero luego nosotros las modificamos a nuestro gusto. Aquel perro blanco era el suplente, esperaba entrar al campo para robar el balón y entonces el juego se convertía en una persecución divertida.- la señora mira la imagen y se ríe.
-Es cierto se le ve ansioso.- se suena suavemente los mocos en ese burujo de papel.- Tenía que haber empezado por este lado y no por el final. ¡Qué lástima de vida!
Y se despide de mí abandonando la sala. No hay nadie más. Sigo mirando las imágenes de los niños en diferentes momentos de sus vidas infantiles, hasta que llego a una donde veo un pueblo en llamas en plena noche. Huelo a humo y escucho en la lejanía los llantos de los niños y los gritos de los adultos. Me despierta unos ladridos apremiantes, miró hacia el suelo y allí sentado sobre sus patas traseras me mira el perro blanco de la imagen. Sigue ladrándome pero ya no le escucho, no oigo nada a mí alrededor. Los ojos me lloran y la garganta me quema, no puedo respirar y caigo al suelo. Siento su lengua humada pasar por mi rostro, siento su sollozo, pero no puedo moverme, me duele el pecho. Forcejea con la capucha de mi chaqueta del chándal y me arrastra hacia la calle. La ceniza revolotea por el cielo como bellas luciérnagas. No comprendo que está pasando. Me incorporo con el pecho pegado al suelo. El perro blanco salta y gira sobre sí mismo, araña con sus patas delanteras la tierra que hay ante mí y entonces se le desencaja la cara, muestra sus dientes feroces y saliva, escupiendo con cada ladrido una babilla blanquecina.  Miro ha donde se pierden sus ojos. Un hombre vestido con ropa de camuflaje me apunta con un fusil, su dedo acaricia el gatillo, sus ojos pasan del perro a mí valorando quién es la amenaza y cuenta con la boca entre abierta los segundos que nos quedan de vida. Escucho la detonación.
Y me dejo caer en la pared de la sala con el corazón latiendo en mis oídos. Me tiemblan las manos. Me lloran los ojos. Unas pisadas rápidas rompen el silencio de la sala. Unos brazos me sujetan y apoyan mi cabeza en un pecho que late al mismo ritmo que el mío. Levanto la cabeza y veo al Greñas con la mirada desencajada.
-Se llamaba Sultán. Me encontró él a mí una mañana calurosa y no le dejé marchar.- lloro sin consuelo, sin apartar mis ojos de los suyos.- Murió desangrado en mis brazos. Lo sé y no sé por qué.

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