Mi amiga Ana tenía razón, la primera
semana después de mi revolcón, era incapaz de mirar a mis compañeros a la cara,
disimulaba leer papeles cuando no me quedaba más remedio que salir de mi
despacho. Si coincidía con alguien tomando café, fingía limpiar una mancha en
mi vestido o buscaba algún periódico de esos gratuitos que todo el mundo deja
olvidado en cualquier rincón. No podía evitar pensar si sería ese o aquel otro,
si escuchaba pisadas me refugiaba en cualquier lugar, incluso en el cuarto de
limpieza estuve media hora. Treinta minutos hasta que calmé mi respiración y
sosegué mi corazón que amenazaba con escapar de mi pecho por la boca. Tuve una
mala semana… y como guinda del pastel, me avisan por email de una reunión del
consejo el viernes a última hora de la tarde. Todo el consejo reunido, todos
esos vejestorios cargados de pasta, con sus cochazos de lujo en la primera
planta del garaje, yo ocupo la segunda y no tuve cuerpo para colarme buscando
un Mercedes descapotable… con unas siglas que ya ni recuerdo. Estaba viviendo una pesadilla porque creí que
para mi salud mental era mejor desconocer la identidad de mi amante… ¡Joder!...
Era infinitamente peor lo que me estaba haciendo, haber evitado a un solo
hombre era mucho más sencillo que imaginarles a todos desnudos en la cama
conmigo. ¡Maldita mi estampa! Si digo rojo, es verde, si digo arriba, es abajo…
siempre elijo lo peor de lo malo.
El viernes llegó con miles de
contratiempos, la semana que empieza mal empeora por días. Pero todo eran
trivialidades sin importancia pero cuando una no está al 100%, hasta la rotura
de una uña es un desastre mundial.
Amanecí con el estómago revuelto, visité
el baño como tres veces y estuve en un tris de llamar diciendo que estaba enferma,
pero si de algo me siento orgullosa, es que jamás he faltado, ni un solo día a
mi trabajo,… no iba a empezar por la aprensión que me daba enfrentarme a un
consejo sexagenario, ¡me negaba a caer tan bajo! Por qué daba tanta importancia
al tema, no recordaba al fulano y él se había acostado con un yogurín,
presumiría con sus amigos de petanca y me contaría entre sus grandes logros en
el declive de su vida. Yo era su último aliento de juventud, casi me veo como…
una puta y punto. Pero no hay consuelo para los miserables, mi conciencia
reducía a ceniza todos mis intentos de autocompasión.
La mañana se me hizo eterna, la comida
indigerible, las primeras horas de la tarde… las comparaba con el condenado que
se dirige al patíbulo, largas y angustiosas. Por un lado deseas que todo
termine, enfrentarte a tus temores y mandar todo a tomar por culo, por otro no
tienes valor, y luego qué pasará, qué sucederá cuando veas que el viejo de la
esquina se relame y te hace ojitos, cuando te pasé una nota delicadamente
doblada y escrita con esa letra llena de florituras, típica de la gente mayor,
animándote a repetir la velada… ¡¡¡Ainss!!!
Me senté en la segunda fila, junto al
único gay reconocido del edificio, el jefe de contabilidad, estaba casi segura
que a él no me lo había tirado, sólo casi. Y fueron entrando uno a uno. No los
recordaba tan viejos, todos elegantemente vestidos con sus trajes oscuros y sus
zapatos brillantes. Miré los gemelos intentando encontrar los que recogí del
suelo al coger mi bolso de mano con demasiado ímpetu del galán, ninguno tenía
piedras preciosas ni adorno alguno, eran todos lisos e insulsos. Di un codazo a
Javier Martín, jefe de contabilidad.
-¿Cuántos años les calculas? ¿Sesenta
y poco?- me miró con ojos desmesurados.
-Pero si todos tienen dentadura
postiza,…- señaló disimuladamente a dos de ellos-… esos llevan peluquín y aquel
otro braguero, no ves como anda.
Me entró vértigo sólo de pensarlo. Según
me iba fijando en ellos me encontraba cada vez peor, papadas, barrigas
prominentes, lo del braguero no era nada. “Es imposible que se les levante el
tema” aquella frase que yo creí mental la dije lo suficientemente alto como
para que mi compañero se carcajease con ganas y un hombre sentado justo delante
de mí, se girase disimuladamente para mirarme con detenimiento.
-No sé si se levanta o no su morcilla…
pero nos gastamos en “gastos de representación” y “gastos comerciales” una
millonada.- me hizo un gesto obsceno con la lengua.
La reunión fue un latazo. Nos habían hacinado
para presentarnos al hijo del dueño que llevaba con nosotros dos semanas.
Resultó ser el hombre que mi comentario le obligó a girarse para conocer a la
cupletera con la boca sucia. Hablaba un español donde las “r” brillaban por su
ausencia, pero le crítico porque me pilló en falta y me dedicó una mirada
gélida, haciéndome la velada todavía más incómoda, o eso me pareció a mí.
Era atractivo, su origen japonés, era
indiscutible, pero en él coexistían rasgos europeos. Mi compañero de
confidencias me informó que su padre, era japonés pero su madre británica. El
Señor Sakamoto se empeñó en saludar uno a uno a todos los presentes, sólo por
aquellos minutos de tortura añadida, le puse en mi lista negra. Cuando me tocó
el turno, se demoró en extender su mano, se quedó ante mí con la vista fija en
mi rostro… creo que la ira se hizo visible porque cuando me moví incomoda con
la idea de irme de la sala, levantando el famoso dedo palabrota, fue cuando me
saludó con cortesía pero incluso en ese momento me pareció que el saludo era
excesivamente largo. ¡Odio al mandamás!...