Desde
que leyese siendo niña, La cabaña del tío Tom de Harriet B. Stowe, la esclavitud
fue una literatura perseguida por mí, como las tramas que versan en el holocausto. Que un hombre sea
propiedad de otro como un mueble o una bicicleta, que pudiese venderlo o
separar a un hijo de su madre, algo impensable, producto de la mente maquiavélica
de un escritor despiadado y no de una realidad que persiste desde que el hombre
es hombre.
Luego
llegaron otras novelas como, 12 años de esclavitud de Solomón Northup; seríes
como Norte y Sur, que levantaron pasiones,
y películas como Mandingo, con aquella escena desgarradora del esclavo
metido en agua hirviendo, descarnada.
Por
eso me sumergí con interés en la historia que narra Marta Abelló, de la cual me
gustó su escritura tras leer Los hijos de Enoc. Nos relata en todos los
escenarios posibles el drama que vivieron aquellas personas tratadas como
ganado, vendidos y exhibidos al mejor postor como mercancía barata. Nos da
pinceladas sobre su religión, el vudú, mezcla del cristianismo y religiones
africanas, que se caracteriza por la práctica de sacrificios rituales, como cuenta
la escritora, y por el uso del trance para comunicarse con los dioses. Y puedo decir que me entretuvo su lectura
durante los dos días que me duró, pero he de reconocer que en el cuarenta por ciento
de la obra, me decidí a leer la sinopsis porque no tenía muy claro quién era el
hilo conductor de la historia, pensé en Harriet, y sigo creyendo que ella sería
la clave de tan interesante obra, pero se desvanecía en el relato para dar paso
a otros personajes con sus fragmentos de existencia amarga.
Por
lo tanto es la estructura la que no termina de cuadrarme, no digo que esté mal, no soy quién para valorar esto, pero es como si la historia fuera
surgiendo cada día al encender el ordenador, lo cual también es admirable, pues
demuestra que su cabeza está llena de personajes, vidas y mundos.