En la comida del
sábado, no recuerdo cómo, empecé a narrar a mi hija y a su media prima, que se
traduce algo así como: "más mejor amiga", la historia de Romeo y
Julieta. Cuando yo narro algo pongo toda la pasión de la que soy capaz y sobre
todo en la literatura que me gusta. La cosa es que ya llego al final y la cara
de ambas refleja el estupor de las últimas escenas, de la muerte del amado, del
descubrimiento de la farsa y el desenlace dramático. ¡Lo he logrado!, se miran
una y otra vez con la pregunta en los ojos, gesticulan; yo siempre me quedo
absorta con el desenlace con el absurdo de la muerte sin sentido. Entonces tras
lo que parecen unos segundos de deliberación, mi hija se atreve a preguntarme: <<
¿Estás hablando de los gnomos? >>
Me han matado.
Y al hilo de esta anécdota,
para mí entrañable, os cuento algo singular. En psicología hay lo que se conoce
el “El efecto Romeo y Julieta”, los
amores prohibidos son los más queridos, y esto es una reacción de nuestro
cerebro, ese maravilloso órgano tan desconocido. Cuando algo es clandestino, en
este caso el amor de dos jóvenes, funciona ese secreto como un afrodisiaco. Lo
mismo sucede con las infidelidades, parecen más pasionales por el miedo a ser
descubiertos, y llegan en muchos casos a confundirse con un amor vehemente, y no
es más que la dopamina que chuta el cerebro cargando de emoción un instante de
nuestra vida y sobre todo cuando aumenta la adversidad. Muchos de estos
romances, cuando no tienen trabas y pueden dar rienda suelta a ese ardor, finalizan
a los escasos meses.
La literatura aporta
conocimientos a la psicología. Me parece no solo fantástico, también curioso.