Es
curioso como el tiempo cambia a las personas, ambos crecimos allí, jugamos en
cada rincón de su caótico jardín. Pero tras su muerte mi hermano quiso olvidar
y yo aferrarme a él.
Todos
los veranos acudíamos al vivero y comprábamos los mismos útiles y las mismas
flores, pues al terminar la temporada estival mi madre abandonaba a la
intemperie cada una de sus herramientas y a su suerte sus plantas. ¿Era
dejadez? Era melancolía. Contaba nuestros cursos escolares como años y al
llegar septiembre sabía que nuestra infancia daría paso a la adolescencia,
dejaríamos de reír en el porche comiendo helados, buscaríamos la compañía fuera
de casa y tras esos años de hormonas revueltas, seríamos adultos buscando
nuestro camino.
Abro
la verja que da paso al jardín para despedirme de su risa, su locura y sus
bromas. Su aroma inconfundible persiste; siento su mano sobre la mía guiándome
hacía un rincón alejado de la casa y allí tras un madroño que le regaló mi
padre, veo tres flores de vivos colores meciéndose con la misma brisa que
acaricia mi pelo. Un girasol, mi
flor; la rosa, la preferida de mi
hermano; y el jazmín, el perfume de
mi madre.
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Para Sandra F. G. |