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“¡Soy gilipollas!”



Dicen mis amigas que soy gilipollas. Yo contraataco diciendo que desde que se han casado y han tenido hijos sus neuronas han mermado, es más, lo argumenté en su día con un artículo escrito por una prestigiosa universidad y se lo compartí por el facebook, describía los efectos nocivos de la epidural en la madre, a nivel de memoria y capacidad intelectual.
A groso modo, esa soy yo, ¡una gilipollas!, para ellas, claro está. Pero voy a dar unas pocas pinceladas de quién soy.
Tengo una vida que lleno de éxitos profesionales, tengo un currículum envidiable y una carrera meteórica que me ha llevado a ser la directora de proyectos de una empresa japonesa. Pero cuando dejo mi despacho y entro en mi piso del barrio de Salamanca, no tengo nada, a nadie le preocupa el día que tuve en la oficina, ni nadie se inquieta si comí algo durante la mañana. No tengo una pareja estable desde el instituto, jamás recuerdo la cara del tío con quien compartí cama, amanezco siempre sola, ninguno tiene el interés suficiente en quedarse a desayunar ni siquiera en llamarme para un nuevo revolcón, dice poco de mí como musa del sexo.  Yo pensaba que era feliz, que mi vida era completa, que aunque solitaria tenía todo lo que había soñado. Era una mujer independiente con todo un mundo por conquistar.
Un buen día, el mundo que iba a conquistar me engulló.

Todo comenzó con una sensación extraña en la nuca, un cosquilleo que durante las primeras horas se extendió por la espalda hasta los brazos. Después de comer sentí una fatiga, una falta de aire en mis pulmones, un estremecimiento y entonces sucedió, mi despacho se vino encima, no es literal, el techo y las paredes se acercaron tanto que la asfixia llegó a ahogar mis gritos, me arrojé al suelo asustada y cuando el miedo se descontroló, mi cerebro se desconectó. Desperté en la cama de un hospital con los ojos de mi madre clavados en mis pupilas, con aquella mirada acusadora que me seguía cada Navidad por los pasillos de mi casa familiar. Sin perdernos en bobadas, pues de esto hace un año y unos meses, el diagnóstico escrito en mi informe fue “stress”, pero no ese que decimos tan alegremente cuando queremos expresar lo ocupados que estamos y lo mala que es la vida con nosotros,  lo mío era algo más serio. Salí del hospital con un sin fin de pastillas de colores y una cita para visitar un psiquiatra en escasas dos semanas.
Fueron mis primeras vacaciones en tres años, fueron las peores que recuerdo, con mi madre pegada a mis talones cual sombra. Me fui a mi pueblo natal con ella y su mirada escrutadora. No voy a relatar lo que sucedió porque para esta historia no tiene la menor relevancia y nos distorsiona la visión de mi relato, y tampoco hice nada sobresaliente que destacar. La cosa es que al año siguiente juré cogerme unos días pero no en mi pueblo. Abrí un mapa de España y pillé un bolígrafo con punta fina, cerré los ojos y dejé caer la mano, señalé un punto, un punto al azar. Resultó ser un pueblo en la Sierra de Gredos, en lo más alto, donde el sol a pesar de su cercanía, no calienta ni durante el día.
Alquilé una casita rural durante quince días y me escapé a olvidarme de mí misma y de toda mi pobre patética vida… Aunque en un año y unos meses, yo había adquirido un nuevo habito.
Los relatos de Jainis. 

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