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Movimiento ciego.



Sigo encerrada en mi casa, no salgo ni de noche ni de día. Las dos primeras veces que me atreví a franquear mi puerta y pisar el pasillo, no encontré a vecino alguno, nadie contestó a mis llamadas ni acudió a mis gritos. Vi iluminarse el triángulo sobre el ascensor, señal de que alguien llegaba, y cuando las puertas se abrieron, no había nadie. Sentí un leve roce sobre mi mejilla, luego una presión violenta sobre mi muñeca de la que me zafé bruscamente arañando al aire con la mano libre. Corrí y me encerré echando tras de mí los dos cerrojos y la cadena. Coloqué ante la puerta un viejo taquillón que fue de mi abuela. Y esperé asustada. Si tú hubieras estado en casa, me hubiese abrazado a tu pecho evaporando con tus besos esta angustia.
Están sucediendo cosas anormales que me aterran. No sé si he perdido el juicio. Sigo tragando pastillas para calmar mis nervios, pero lejos de conseguirlo siento mi corazón más alocado y sobresaltado, como cuando me besabas el cuello.
Me asomo por la ventana y no veo coches circulando por unas calles que siempre estaban atascadas, ni gente paseando, ni palomas sobrevolando el cielo. Todo es quietud. He despertado al sentir vibraciones en mi puerta, como golpes secos. Y lo primero que hice fue palpar el suelo buscando tu compañía, pero no estabas. Estoy agotada por las horas de vigilia. Me dormí apoyada en mi viejo mueble. Los golpes persisten. Mi ojo tembloroso mira por la mirilla e igual que las otras veinte veces, no hay nadie. Se ve todo el pasillo, incluso el ascensor que permanece abierto, pero no hay nadie. Capto el temblor de la puerta bajo mis palmas abiertas sobre su superficie fría, como si alguien con el puño cerrado golpease con violencia para hacerme salir o permitirle entrar. Solo cuando grito que me dejen tranquila, que cese esta locura, los golpes terminan y el ascensor se cierra, dejando sumido el pasillo en una luz mortecina.



Anochece de nuevo. Hoy en la lejanía veo una farola que destaca sobre las demás apagadas. Algunas viviendas se iluminan cada noche pero he comprobado que nadie habita en ellas. Observo durante horas las casas vacías, esperando ver pasar a algunos de sus moradores de una habitación a otra, pero no hay nadie. En ocasiones me rindo al sueño y al despertar veo las luces ahogadas por las persianas bajas, y al amanecer como si fuera un truco de magia, las persianas que segundo antes estaban cerradas ahora están abiertas y me dejan ver un amplio salón sin vida. Desde nuestra terraza mientras desayunábamos ese café cargado, ¡recuerdas!, veíamos aquel gato rechoncho, me parecía un animal torpe y descuidado, a ti elegante y refinado. Se desperezaba con los primeros rayos del sol, bufando a las palomas que se posaban en sus macetas. Ahora veo el salón desde nuestra terraza, pero ya no hay gato ni palomas que se posen traviesas para ver como el singular felino golpea una y otra vez el cristal con su enorme zarpa. Tendría que haberte escuchado, teníamos que haber adoptado un gato. ¡No estaría tan desolada!
Pero no hay una historia sin comienzo. Cuál fue el comienzo de este miedo que no me abandona, que me persigue en mis horas de sueño y me alcanza cada mañana cuando me veo sola en una ciudad antes llena de personas. ¡Qué distinto sería todo si tú permanecieras a mi lado! Pero te fuiste sin avisar, y lo supe cuando tu mensaje de texto quedó incompleto, cuando me prometías una gran sorpresa a tu regreso, te faltaron los mil besos y una noche que siempre me dabas al despedirte. Supe que ya no volverías, que tu promesa no cumplirías. Ese día comenzó mi agonía pero no el principio de esta historia.
Hace dos días. El temblor me alcanzó a través de mi cama, parpadeaba la luz que se filtraba por mis persianas como si de una gran tormenta eléctrica se tratase, la lámpara de cristales vibró sobre mi cabeza, vi como sus lágrimas golpeaban las unas con las otras. Apreté tu almohada contra mi pecho, pero no se disipó mi miedo. Nunca he maldecido ser sorda, no me siento una discapacitada. No temo al silencio. Esa soledad de la que todo el mundo habla, cuando se tapa los oídos, la conocí el día que te fuiste. Estoy sola desde entonces. Antes estuviste tú, con tu risa, tu voz ronca y tus enfados.
La lámpara cayó sobre mi cabeza, nunca se te dio bien el bricolaje, el brazo de frío acero laceró mi sien y sobre mis manos abiertas se deslizaron unas lágrimas mal engarzadas que se salpicaron de pequeñas gotas de sangre, sé que te culparías por lo sucedido. Corrí a esconderme bajo una mesa y esperé a que las sacudidas cesasen. Fueron horas sufriendo la misma postura, agarrándome con fuerza las piernas mientras me mecía aterrorizada, viendo como mi camisón se teñía de carmesí en un amplio círculo, como si siempre hubiera formado parte de su estampado. Por el rabillo del ojo echaba fugaces miradas a tu reloj despertador, esperando que la luz regresase. En la primera sacudida nuestra casa se sumió en la oscuridad más absoluto. Sabía que la ciudad estaba a ciegas, pues por la persiana entre abierta no se filtraba la luz de la farola, ni el destello de la tienda de ultramarinos del incansable Tai, que a pesar de su edad mantiene su negocio día y noche.  
Y me sumí en la inconsciencia. Desperté invadida por la calma que surge tras la tormenta. He desarrollado un mundo que está cargado de ruidos y sonidos en forma de vibraciones. Y ahora más que nunca tengo que aprender a vivir de nuevo en el silencio, ya no estás tú para avisarme. Sentía las pisadas precipitadas de los vecinos por la moqueta del pasillo, los sentía sobre mi cabeza y bajo mis pies, pero cuando alcancé la puerta tras un esfuerzo titánico, lo encontré vacío. Por alguna razón, que no alcanzo a comprender, mi cuerpo no me pertenecía, sus movimientos descontrolados, la falta de destreza para dirigir mis pies y mis manos, levantó un muro ante mí y lejos de querer saber lo que estaba sucediendo, decidí esconderme en el único lugar que creía seguro, en nuestro hogar, aquel que tú y yo levantamos hace tiempo.
La luz regresó alejando parte de mis miedos, pero con ella llegaron los fantasmas. Los golpes incesantes en la puerta. Los objetos que aparecían y desaparecían ante mi mirilla. He soñado  cada noche que regresabas, que me besabas en la frente y en los labios desesperados por las horas de ausencia. Tengo miedo a que pienses que soy capaz de vivir sin ti, y no regreses a buscarme. ¡Me lo juraste! ¡Juraste que nunca volvería a estar sola!
Las bisagras se mueven con violencia. Regresan los golpes y tras la puerta el vacío. ¿Y si fueras tú que retornas a buscarme?, ¿no puedes traspasar la puerta? Corro para descorrer los cerrojos antes de que desistas y me dejes aquí sola. Pero el pasillo permanece vacío, el ascensor baja, ¿eres tú? ¿Te has ido? En el felpudo veo un soplete y una caja de herramientas, tú no sabrías usar estas cosas. No eres tú quien pretende darme alcance. Son los mismos que se llevaron a todo el mundo, los que con aquella tormenta hicieron desaparecer al gato y las palomas. Soy la única que habita esta ciudad antes superpoblada. Y me froto las manos nerviosa, tú sabrías qué hacer, dónde ir.
Nada funciona. La televisión sigue parpadeando, ahora encendida, ahora apagada, sin yo tocar el mando. El móvil parece estar afectado del mismo mal. Me asomo a nuestra terraza y todo sigue congelado. Siento el viento en la cara pero las ramas de los árboles están petrificadas como si fueran largos filamentos desiguales de cemento. Algo parecido a una paloma mal dibujada se ha posada en la ventana del gato, pero al segundo ya no está. Me incliné con medio cuerpo fuera de la barandilla intentando descubrir dónde se escondió, pero como todo lo demás, ¡desapareció!
Huele ha quemado. Es un olor tenue, pero sabes lo fino que es mi olfato. Procede de la puerta, ¿el soplete? alguien está intentando entrar en casa. Palpo la puerta y allí donde descansa la cerradura siento un calor abrasador. Siguen los golpes enfurecidos y bajo mis pies siento las vibraciones de lo que parece un grupo de personas saltando al unísono y empujando con fuerza nuestra puerta. ¡No aguantarán las bisagras!, no soportaron otro enviste como el último que hizo tambalear el taquillón de mi abuela. ¡Siento miedo! Qué seres sin rostro han venido a buscarme. Tras la mirilla está la quietud de un pasillo vacío.
La puerta se rinde ante tal violencia. Cae al suelo y me deja frente a ella horrorizada. Una sombra oscura devora la luz mortecina que entra desde el pasillo, avanza hacia mí haciendo desaparecer los muebles. A su paso se vuelve terroso y desértico, sin vida. Alcanzo a ver unos rostros deformes, simples muecas de expresión lánguidas, son personajes fantasmagóricos que me quieren dar alcance, delgados como esqueletos. Retrocedo hasta que mi cuerpo palpa la barandilla, ¡no tengo salida!
Cierro los ojos y siento la brisa enredarse en mi pelo. Quizá sean tus dedos jugueteando con mis mechones. Y me dejo vencer cayendo al vacío, no es derrota si vuelvo a tu lado.  Ahora estamos de nuevo juntos. Siento tu mano sobre la mía y tus besos en mis labios.
Una sola persona marca la diferencia. Si él hubiese estado junto a ella, esta historia habría terminado en... un rayo cayó sobre un edificio, la mujer deprimida, los vecinos preocupados, se hubieses evaporado como las imágenes en movimiento. Una sola persona es vital en nuestras vidas.

Nota de la autora:
La ceguera al movimiento es una enfermedad mental de las más raras que existen. El sujeto tras un golpe en la cabeza o la ingesta en exceso de fármacos antidepresivos, es incapaz de ver el movimiento de los objetos, solo los estáticos. La mente es nuestro mayor monstruo del saco.

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