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Babao.



Despertó nervioso e inquieto. No estaba cómodo en aquel colchón duro que olía a lejía, y la almohada no era la suya, no era blandita y suave, sino áspera y con ese mismo olor a desinfectante. Gimió bajo la sábana. Se sentía extraño en aquel lugar, no tenía mucha certeza de dónde se encontraba pero no era la habitación que compartía con su hermano pequeño. Faltaba el ruido continuo de los trenes entrando en la estación, esos que cada noche observaba antes de dormir mientras se preguntaba, ¿dónde irá toda esa gente? Él que nunca había viajado, ni siquiera a ver el mar. Una presión delicada sobre su pierna derecha le hizo saber que no estaba solo. Asomó sus ojos azules por encima de la colcha. Allí estada a los pies de la cama, una mujer con una bonita sonrisa.
-¿Qué tal te encuentras Babao?- su voz era un susurro, cálida y afable.
-No me llamo Babao. Me llamo José como mi padre.-dijo todo orgulloso. Miró a su alrededor. Era una habitación toda alicatada con azulejo blanco, con una ventana enrejada, una puerta metálica,  y como único mobiliario una silla y una mesilla también blancas. Todo era blanco en aquella habitación luminosa y fría.- ¿Dónde estoy? ¿Dónde está mi madre?
-Sufriste una crisis.- le fue a acariciar la mejilla pero retiró el rostro asustado, ¿quién era aquella mujer que le trataba con tanta dulzura maternal?
-¿Quiero irme a mi casa?- levantó el tono sin pretenderlo. La mujer miró asustada hacia la puerta.
-¡No grites!- y se llevó el dedo índice a los labios.- O vendrán y te volverán a dormir. Y quiero estar contigo Babao… José.
-¿Cuándo podré irme? Yo me encuentro bien.- mintió. Sentía la cabeza embotada y un fuerte dolor en su pierna izquierda. Ella negó tristemente.- ¿Cuándo vendrá mi madre a verme?- Ella tragó saliva y negó de nuevo.- ¿Esto es un internado? Sé que mi madre me dijo que si volvía a suspender me encerraría hasta el verano en el internado de Toledo.
-No es un internado. Es un hospital.- él supo que ella mentía.
-Pero, ¿podré salir pronto?- a modo de respuesta se encogió de hombros. Algo ocultaba.
-Cuando estés del todo recuperado podremos salir a pasear por el pasillo.- ¿por el pasillo? Él quería volver a casa con sus padres y su hermano, ir a jugar con sus amigos y sacar a pasear a su perra. ¿De qué hablaba aquella mujer? ¿Jamás regresaría con su familia? ¿Por qué?
Sintió miedo y quiso saltar de la cama, pero no podía moverse. Forcejeó, pero no pudo desatarse de lo que fuera que le tenía prisionero por la cintura, muñecas y tobillos.
-¿Por qué me tenéis atado? – gritó. Pidió ayuda y ella le tapó la boca con una suave y blanca mano, una mano que olía a Heno de Pravía como su madre.
Unos golpes en la puerta llamaron la atención de la mujer que sin dejar de mirarle contestó que todo estaba en orden.
-¡Cállate! No podré evitar que vengan y te pinchen. Si sigues sin colaborar nunca te dejaran salir de aquí.
-No sé lo que pretendéis de mí, pero quiero volver con mis padres. Te juro que no le diré a nadie dónde estuve, ni quienes sois. Negaré conoceros, pero, ¡déjame ir!, ¡por favor!- con la palma de la mano, ella se retiró una lágrima que resbaló por su blanca mejilla, le recordaba un poco a su madre, no solo por su olor, también por aquellos ojos almendrados de color miel, que le miraban con pena, y con aquella sonrisa bondadosa, con la que intentaba calmar su alma agitada.-¡Suéltame!  
-No puede ser Babao. Ayer intentaste escapar y te hiciste daño en la pierna saltando el muro de espino. ¡No puedo!- le acarició suavemente el pelo.- No me perdonaría si te sucede algo malo, y mucho menos verte otra vez dormido. Tiraste piedras a los enfermeros y rompiste la ventana del pasillo para huir.- la mujer rebuscó en su bolsillo y le mostró una foto de familia, todos alrededor de un anciano que sostenía en brazos a un niño de juguetona mirada.- Es tu familia, Babao.
-¡Soy José! Y a ninguno de esos lo vi nunca.- miró al niño pequeño que sostenía el anciano.- Ese niño se da un aire a mi hermano.
-Se llama Juan.- se llamaban igual, ¡coincidencias!, pensó al retirar la mirada de la imagen.- Es un niño muy feliz.
Había escuchado a su madre decir que nunca se acercara a desconocidos, ni hiciese caso de las peticiones de aquellos que no fueran de la familia, que muchos niños desaparecían y nunca se volvía a saber de ellos. Y si aquella mujer pretendía ser su nueva mamá, que olvidase a su familia, y le mostraba aquella fotografía para que se fuera familiarizando con el nuevo rostro que tendría su abuelo, sus tíos o incluso su hermano.
-Yo no quiero a tu familia. Yo tengo la mía propia. Tengo un hermano mayor que ese. Y mi madre es más guapa que tú.- sofocó un grito. Si ella tenía miedo al hombre que aguardaba fuera, él debía de ser prudente.- Tengo que volver a casa, tú no lo entiendes. Me fui de casa enfadado, discutí con mi madre y me fui con mi perra dando un portazo. No puedo dejar las cosas así. Tengo que regresar y decirla que la quiero, que ella tenía razón y yo estaba confundido.
-¿Qué es lo último que recuerdas? –le dijo ella ahogando un lamento. ¿Por qué estaba tan triste aquella desconocida?
-Me fui de casa enfadado y caminé durante un rato con mi perra por la nieve. Me gustaba ver nuestras pisadas en la nieve blanca.- sonrió feliz al recordarlo.- ¿Me puedo ir?
-No hay dónde ir Babao.- le sostuvo el rostro entre sus manos delicadas.- Hace años que tu madre te perdonó aquel susto. Cuatro largas horas fuera de casa, sin dar contigo, buscándote entre la nieve que no dejaba de caer. Siempre me contaste como ella te abrazó nada más verte y te colmó de besos diciéndote lo mucho que te quería.
-¿Quién eres tú? – vagamente le sonaba todo aquello. Un recuerdo que intentaba darle alcance pero un velo caía sobre su memoria haciéndola pesada y lenta.
-Soy tu nieta, Babao. Y ese niño que tanto se parece a tu hermano, es mi hijo Juan. Siempre me has dicho que soy la viva imagen de tu madre, casi su reencarnación.- y la mujer sacó de su bolsillo un pequeño espejo donde mostró su rostro.

No era el joven de pelo desordenado con reflejos pelirrojos que recordaba, aquel que mostraba siempre un moratón en la mejilla por jugar con su hermano a espadachines, no era aquel muchacho que se escapó de casa una tarde cuando su madre le regañó por golpear con fuerza la espalda de su hermano cuando este le clavó la punta de la suya en la mejilla. Era un anciano. ¿Podía ser todo aquello un engaño?

Sus gritos y llantos recorrieron los pasillos de la sexta planta del Clínico, los enfermeros entraron corriendo cuando el cuerpo del hombre convulsionó emitiendo espeluznantes alaridos. La mujer se acurrucó en una esquina ocultando el rostro entre sus manos mientras suplicaba.


“¡Babao, no me abandones! ¡No te olvides de mí!”.

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