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EL BOSQUE.

EL BOSQUE.
Todos los cuentos tienen un bosque, un bosque con grandes árboles, un bosque con hojas secas por los senderos de arena, un bosque donde el viento suena a lamento, un bosque que proyecta largas sombras.

El Castañar del Tiemblo

-Mamá este bosque da miedo- apresura el paso, la tarde cae y las sombras son más pronunciadas.
-¿Piensas eso?- él asiente y me aprieta con fuerza la mano.
-¿No lo oyes?-cierro mis ojos y me concentro.
-No escucho nada.
-Lo sé, yo tampoco. ¿Dónde están los pájaros?- ni un solo ruido, salvo las hojas mecidas por este viento que se levanta dócilmente.
Es curioso, el temblor de su pequeña mano me hace sentir la soledad del bosque, ya no me parece tan divertido haber subido hasta lo alto del monte en busca de castañas, yo no veo tan idílico estos castaños centenarios y se me antoja peligroso bajar por este camino cubierto de hojas que deslizan mi pie cual patín en pista de hielo.
Miro a mi alrededor y la gente que andaba desperdigada por este bosque con sus grandes bolsas blancas, ya no está. No recuerdo haberme cruzado con ninguna, y pesa a un más la quietud del bosque alterada por el viento. Acelero el paso. Esto inquieta a mi hijo que siente una presión tras nosotros.
Los caminos se cruzan y dudo, ¿derecha o izquierda? Él parece tenerlo claro y tira suavemente de mi manga para que sigamos el sendero que baja por la derecha. ¿Estás seguro?, le digo con la mirada y él asiente con una sonrisa.
Bajamos a trompicones, las hojas esconden piedras que obstaculizan nuestra marcha acelerada. ¿Cómo no reparé en lo tarde que era? He mirado de reojo varias veces el reloj del móvil para saber los minutos que nos queda de luz, ¡Santo cielo! El sol acaricia la colina y los últimos rayos dorados resaltan en las hojas ocres de este bosque que roza el mes de noviembre con sus largas ramas. No tengo cobertura. Esto agita más mi alma.
Reparo en una gran roca. No la recuerdo. ¡No es el camino! Pero mi hijo tira de mí cuando me paro y giro a mi alrededor para encontrar un lugar que me resulte familiar de nuestro ascenso. Y me entra un ligero temblor en el labio, no soy capaz de encontrar el camino de vuelta, no sé cómo salir de estos senderos de hojas que no dejan de cruzarse, y enturbian un poco más mis sentidos. Como mosca me veo atrapada en la tela de araña.
¡Siento desfallecer las fuerzas! Mi miedo se refleja en los ojos castaños de mi hijo que me mira pacientemente, espera que recupere una calma que malgasta con cada temblor.


-Mamá, ¿qué son las ánimas?- me pregunta desviando mi atención que se pierde buscando en las profundidades del bosque.
-Son los difuntos.- le acarició su mejilla, algo pálida por el miedo.
-Y, ¿por qué se llama a este lugar “El bosque de las ánimas”?- y me tiende el mapa que le regaló el guarda forestal a nuestra llegada.
Un hilo fino de sangre cae por su naricilla respingona, con la palma de la mano limpio su rastro ensangrentados pero persiste en regresar, resaltando sus labios carmesí ante su tez blanca. ¡Ay, Diego! Se escapa un suspiro por mi boca entreabierta. Y sin pretenderlo, como en una pesadilla que no buscas pero te encuentra, vi a Diego inclinado mirando sobre un risco un riachuelo que baja entre las piedras, grité su nombre con todas mis fuerzas y él se gira asustado. Lo último que retuve en mi memoria de mi hijo, fueron sus preciosos ojos castaños y su mano extendida hacía mí, cuando sintió sus pies resbalar y caer al vacío.
Bajé tan rápido como pude por el acantilado pero al llegar a su cuerpo, ¡ya era tarde!, yacía sin vida junto al riachuelo, sostenía con fuerza el mapa del guarda forestal que le marcó con una gran “X” roja el mejor lugar para ver ranas. Grité pidiendo auxilio, pero hacía rato que la gente abandonó el bosque camino de sus casas, Diego insistía con aquel candor que da la niñez “¡Un ratito más, mamá!”. Me senté junto a él y cogí entre mis brazos aquel cuerpecito que se le escapaba la vida, le acuné entre mi pecho y cumplí la promesa hecha el día que nació: “¡Jamás estarás solo!”

-¿Quieres que bajemos a ver el riachuelo?- el sonríe y asiente feliz.
-¿Ya no tienes miedo, mamá? – le abrazó con fuerza mientras le soplo en el cuello.
-No, tenemos tiempo para ver el riachuelo antes de que amanezca. Mañana regresaremos a casa.

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