A la pregunta, a qué se dedica tu madre, mi hijo
siempre responde: "Mi madre cuenta historias". Cuando le escucho me digo, ¿no pareceré ante otros padres como una embaucadora?, aunque quizá un poquito lo
soy,…
¿Por qué no dice que soy escritora? Con lo fácil
que sería, porque son pocos mis lectores, y la mayoría son familiares y amigos.
Autodenominarme escritora es muy pretencioso por mi parte.
Yo cuento historias para entretener, para que mis
hijos crean en mundos de fantasía, para buscar respuestas a sus infinitas
preguntas y llenar vacíos de tiempo ocioso.
No hace mucho estuvimos en Asturias,
concretamente en Cangas de Onís. Tras visitar su famoso puente Romano, giramos
a la derecha y nos encontramos con una impresionante casa desmantelada. Mis
hijos se quedaron quietos observando sus ventanas sin cristales, sus marcos vacíos de
puertas, y su jardín selvático. Ambos me miraron con ese brillo tan
característico, "¿Qué le sucedió?", dicen al unísono. Y aquí empieza todo. A ellos no les vale con
una respuesta vaga, un “no lo sé” es inaceptable, ellos no quieren que esa
pregunta se pierda sin respuesta, ellos quieren una historia, otro padre
buscaría en la Wikipedia, yo me limito a narrar un cuento.
“No es del todo exacta, pues en realidad nadie sabe que sucedió, todos son rumores y especulaciones, pero dicen que tal como vino se fue.
Esta casa la mandó construir un hombre que llegó de las Américas con una gran fortuna. Unos contaban que la obtuvo de negocios
con el cacao, otros con el tabaco, pero eran muchos los que creían que era
dinero sacado de negocios turbios. Nadie lo sabe con certeza, solo recuerdan que una mañana, ya estaba instalado en la casa.
Era un hombre bien parecido, con una tez morena
por el sol de aquellas tierras, una media melena que chocaba con la moda europea
pero que empezaba a ser aceptada entre la alta sociedad española, aquí siempre nos gustó acoger las costumbres de otros. Hablaba poco y siempre
con monosílabos, era correcto en el trato pero su mirada fría y su gesto brusco
no daban pie a confianzas, más bien todo lo contrario. Algo en él, no gustaba, generaba temor y desconfianza, quizá fuese el no saber ni siquiera su nombre, pues le gustaba que le tratase de "Don", pero ¿Don, qué? se preguntaban todos.
Contrató a tres personas del pueblo, un
jardinero, una cocinera y una doncella que realizaba las tareas de la casa,
todas personas mayores, todas casadas y con dos hijos. Esto nada tiene que ver
con nuestra historia, pero la gente empezaba a sacar conclusiones de todo y el
hecho de que no hubiese contratado a una chica joven o a un mozo fuerte para el
jardín, eran motivo de suspicacia para los que tenían tiempo ocioso de sobra.
Rara vez se veía al hombre fuera de su casa, nunca
por la noche, y siempre cuando el sol estaba en lo más alto del cielo. Solo
permitía las visitas por la mañana, aquellos más osados que no les amedrentaba
una mala contestación o una mirada fulminante, traspasaban los límites de la
verja con cualquier escucha para echar un vistazo a la propiedad. Eran bien
recibidos pero todos notaban que aquel hombre jamás dejaba de vigilar su
espalda y que bajo la chaqueta a la altura del cinturón abultaba un objeto que aunque
ninguno fue capaz de ver, todos intuían lo que era.
Más de uno aseguró que era un arma, se lo
contó el párroco, quién no creería la palabra de un hombre de fe. Todos comenzaron
a asegurar con vehemencia que habían visto el brillo de una pistola plateada
con una empuñadura negra. Evidentemente quien siempre tiene un arma cerca de la
mano es que huye de alguien. Había matado al marido de su amante y no le quedó
más remedio que huir; otros contaban que era un asesino a sueldo y que se cansó;
pocos narraban una historia trágica de como unos ladrones entraron una noche a robar en su
casa, matando a toda su familia y ante la desolación de la perdida vino a
España a ocultar su pena.
Su persona levantó tanta curiosidad que su
historia se extendió por otros pueblos cercanos. Y los días de mercado aquel
hombre que salía cada mañana cuando el sol estaba en lo más alto, se sentía
vigilado y observado por cientos de pares de ojos. Él pensó que todo aquello
con el tiempo se pasaría, cuando la gente se cansase de inventar sobre su
persona y volvieran a lo que sea qué hiciesen antes de llegar él.
Pero no fue así. Con el tiempo la curiosidad se
hizo mayor y los jóvenes más arriesgados, cansados de no saber la verdad comenzaron a realizar pequeñas incursiones nocturnas. Primero fue saltar la
verja y pasear por el jardín, mirando a través de las contraventanas echadas.
Luego fue colarse, cuando él salía a pasear, por la ventana del sótano, siempre
entreabierta mientras trabajaba el jardinero. Pero nada de todo aquello
revelaba la verdad de un hombre que poco hablaba de sí mismo.
Todo se complicó una tarde, después de
comer, hora límite para los tres trabajadores, momento en el que abandonaban su trabajo y se dirigían a sus casa después de comprobar puertas y ventanas. Los tres únicos sirvientes del hombre se compincharon con cuatro
jóvenes; dejaron abierta la ventana del sótano para que entrase sin necesidad
de romper cristales. Pues hasta el personal de la casa había buscado por cada
rincón una repuesta a tanto secreto y nada hallaron. “Quizá ellos que son más jóvenes
y perspicaces encuentren algo que nos diga quién es este hombre” se repetían una y
otra vez como justificando tanto fisgoneo como un bien social.
Después de horas caminando en la más absoluta oscuridad,
de andar en puntillas y hablar en susurros, de esquivar muebles y respirar sin
apenas hacerlo, llegaron a la conclusión que el hombre no estaba entre aquellas
paredes. Nadie guarda tanto sigilo en su propia casa. Un miedo atroz les embargó, ¿y, si en realidad eran ellos los que estaban siendo vigilados? el hombre podía saltar de entre las sombras blandiendo la pistola dándoles muerte
por intrusos. No hay nada peor que el miedo para desatar la imaginación y
en la oscuridad parecen más fuertes y grandes los fantasmas.
Se repetían para inyectarse valor: “¡Nada tenemos
que tener!, todos saben dónde estamos. Somos cuatro contra uno, y más jóvenes y
fuertes.” dijo el mayor de los cuatro que le faltaba carisma y le sobraba bravuconería,
“Y de qué me vale a mí, si me da muerte con su arma”, dijo el más pequeño cuyas
manos no dejaban de temblar. “Pero se puede saber qué os pasa, se ha ido de la
casa, estamos solos, por eso no le encontramos”, dijo el mediano que no las
tenía todas consigo pero parecía la opción más lógica. “No le vimos salir,
¿dónde está?” añadió el único que seguía intentando ver en la oscuridad con sus
pies pegados al suelo. “Se marchó de las Américas porque lo buscan por asesino,
¿se os olvidó?” repetía otro. “Yo no
quería estar aquí, vine porque me obligasteis, a mí que me importa qué esconde.”.
Y tal era la disputa que dejaron de escuchar los ruidos de la casa, desoyeron
las precauciones de sigilo y cuidado, pues el miedo nubla la razón. Sin pretenderlo
la oscuridad abrió la caja de Pandora, cada uno de ellos se sumió en sus
sombras. Y cuando aquel hombre les habló ni muy alto ni muy bajo cayeron en un
agujero que se abrió bajo sus pies, fueron engullidos por la casa. Lo último
que escucharon fue la voz del hombre maldiciendo: “No es suficiente castigo
vivir en soledad. ¡Dejadme en paz!” y con cada sílaba pronunciada se fueron sumiendo
cada uno de los jóvenes en su propia pesadilla.
Les encontraron vagando por el campo a la mañana
siguiente, su pelo estaba encanecido y sus ojos desorbitados, cada uno contaba
una historia a cual más disparatada, uno fue atracado por una arañas gigantes,
otro sintió la perdida de todos aquellos a los que amaba, el tercero aseguró
que los gusanos le salían de la boca cuando hablaba y el más joven sintió como
sus manos dejaban de esculpir la madera que tanto amaba.
El hombre desapareció esa misma noche. Nunca más
se supo de él, lo que añadieron los jóvenes con el tiempo cuando recuperaron la razón. Que le escucharon
llorar cuando todos ellos se sumían en sus terrores, que les gritaba por su
necedad, por acercarse a él cuando las distancias quería marcar, que se colaran
en su casa buscando aventura, y a quién encontraron fue al mismo miedo ocultándose
de los hombres.
Todos supieron o creyeron saber de quién se
trataba. La casa quedó vacía, nadie volvió a habitarla, pues él que lo intentó
enloqueció sumido en tinieblas.”
-¿Quién era mamá?- me dice mi hijo que creé saber la respuesta.
-Era el miedo que se cansó de vagar por el mundo
sintiéndose el mal de muchos. Buscó la soledad para dejar de hacer daño, pero
el hombre siempre necesita del miedo y lo busca; sin el miedo no hay riesgo
seguro ni cordura.
No soy una madre convencional.