Llevo cinco minutos sentada en el porche con
Fox sobre mis pies mirando hacia la puerta que da al monte. La tengo totalmente
abierta y veo pasar tímidamente a muchos de los que anoche saltaron la valla
buscando la salvación. Pero ellos tampoco encontraron lo que buscaba fuera de
estos muros. Será cierto eso que dicen de “Más vale lo malo conocido que lo
bueno por conocer.”. No sabría qué decir, suena a cobardía, aunque también
podíamos llamarlo autoprotección. Enfrentarse a lo desconocido para caer en un
abismo, no es de inteligentes.
Me siento como estos pobrecillos que dudan de
su libertad, yo tampoco la quiero. Es una metáfora, para aquellos que sean
duros de mollera.
Tengo las puertas totalmente abiertas, he
colocado en mitad de la parcela cubos de pienso y agua fresca, he quitado hasta
el último resto del infierno vivido y ahora, tan agotada como ellos observo la
indecisión que todos los seres vivos portamos desde el minuto uno de nuestro
nacimiento. Nada nos diferencia de lo que los soberbios llaman seres
irracionales. Ellos dudan en entrar y yo en salir de mi encierro.
Cada vez que la galga blanca del Greñas se
pasea ante mis ojos, mirando con nerviosismo a los que tanto dudan en entrar,
se produce en mi visión una interferencia. Los muros de esta parcela
desaparecen y una gran extensión de arena dorada se expande ante mis ojos. Siento
arder la sangre bajo mi piel sudorosa y la fatiga de las horas de trabajo
buscando agua en un pozo casi seco. Dos grandes cubos llenos de arena arrastro
dejando un surco que se borra con un viento casi inexistente. Hay vacilación en
mis pasos, no estoy muy segura que sea una buena idea lo que esté haciendo. No
es agua lo que busco. ¿Por qué iba yo a arrastrar esos cubos de arena dorada
tan lejos de donde excavo un pozo? Pero mis preguntas se pierden en mi cabeza
cuando dos galgos entran en la parcela y miran con ojos escurridizos allí donde
yo estoy sentada. Miro hacía el suelo, trasmitiendo una paz que no tengo, si
huelen el miedo, yo apesto.
Y esa pregunta se queda latente mientras
observo sin mirar a los dos galgos acercarse a los cubos y saciar su sed y su
hambre. Los galgos del Greñas bajan despacio hacia los dos recién llegados y en
un lenguaje inaudible, cargado de gestos y miradas, la tensión desaparece y los
nuevos se dejan caer en un rincón alejado de mi persona sin dejar de mirarme
por el rabillo del ojo.
Y retomo la pregunta, pero ya se han ido las
sensaciones y con ellas cualquier llave que abriera la respuesta. Tampoco me
importa. Tengo vagos retazos de lo que sucedió en aquella vida, lejana y
persistente en esta, pero cuando creo que tengo todas las piezas del puzle
sobre la mesa, algo en mi subconsciente se ríe de mi ingenuidad. Hay algo más,
o quizá me castigue un poco más cargando mi ya dudosa existencia con más
secretos y mentiras.
Las mentiras se han convertido en mi única verdad.
Pero es esa arena dorada que siento
deslizarse por mis dedos la que me intenta dar la respuesta. Hay algo en su
tono, en su calidez, en su finura,… en esos cubos que con tanto ahínco arrastro
por el límite del desierto que me quieren contar una historia. Siento ese
bloqueo que yo he colocado como defensa reforzar cada piedra que levantan
protegiendo lo que sea que protegen, pues está claro que a mí me hace más mal
que bien olvidar todo lo que me aflige. Y hago esfuerzos por traer de nuevo el
ardor de esa arena a mis dedos fríos por el miedo; al sudor que desprenden los
poros cuando las sombras amenazan por cubrirlo todo, hace que sea ardua la
tarea de evocar un calor que desaparece de mi cuerpo con cada latido.
Tengo una idea sacada de las películas policiacas.
En el garaje hay un saco de arena de sílice, no tengo claro para qué la uso el
Greñas pero es fina como la que siento deslizarse en mi mente. Un saco abierto
me deja meter las manos y juguetear con ella como si fuera una niña en su
primer día de playa. Y ayudo a mi mente cerrando los ojos, pero se resiste a
dejarse llevar y se agarra recordándome que sigo en el garaje de la casa del
Greñas, con las manos dentro de un saco de arena de sílice que nada tiene que
ver con la arena dorada que ella evocaba antes. Pero no voy a ceder, esta vez
estoy dispuesta a continuar, tengo solo cuatro días para volver a ser la mujer
que era, la que se enamoró del Greñas, de la que él se enamoró.
Y mantenemos una pelea mi mente y yo que dura
minutos, ella me recuerda una y otra vez que seguimos de rodillas en el garaje
jugando con un saco de arena y yo regreso a esa tierra que arde bajo mis pies y
arrastra cubos bajo un sol abrasador.
“-Esta idea tuya es descabellada, como todas
las demás.- oigo a mi espalda.
Miro por encima de mi hombro y veo a una
mujer rubia con un gorro de explorador, unas gafas exageradamente grandes y un
pañuelo sobre la boca. Esa es la enfermera sueca, no la recuerdo pero la he
visto otras tantas veces en mis delirios del pasado.
“-Nunca viene mal tener un plan B.- no tengo
muy claro que este plan tan precipitadamente trazado, no sea otro fiasco como
todos los demás.
“-¿Por qué crees que van a atacarnos? Llama a
las autoridades y que refuercen los caminos.
“-Muchos de ellos trabajan para los contrabandistas.
Lo mejor es tener un plan B.
“-Este no es el plan B, este es el F.- yo me
río, pero esta sueca a la que considero mi amiga no tiene sentido del humor y sé
que me mira con los ojos achinados por la irritación.
Llevamos días sacando arena de unos pozos de
agua secos. Un trabajo que realizamos en las horas donde el sol está en lo más
alto del firmamento, en los momentos donde todos descansan porque estar a cielo
abierto es una locura, pero todo lo que hacemos aquí es de locos. No tiene
sentido que mientras nosotras luchamos por salvar la vida de unos niños, otros
en otro lugar no muy lejano, planean darles caza. Y como los pelillos de la
nuca no dejan de erizarse avisándome de que tanta tranquilidad siempre es preámbulo
de tormenta, emprendemos el plan F, como dice la enfermera sueca, ya que todos
los demás resultaron un fiasco cuando los pusimos en marcha.
Y solo nosotras dos, bueno y cuando estuvo mi
hermana ella también arrimó el hombro. No me fió de nadie más, ni de mi sombra,
si ella pudiese seguro me delataba. Esta broma se la gasté a la sueca y todavía
anda dando vueltas al chiste.
“-Sí algo sucede tú correrás con los niños a
ocultarte.- se para en seco retirándose las gafas de la mitad de la cara y me
clava esa mirada indescifrable.
“-¿Y tú?
“-No me siento una heroína, ni quiero un
monumento en mi nombre levantado aquí en el desierto, pero… no cabemos todos en
ese agujero. Malamente entrareis diez, y unos cuantos más con el riesgo de que
os quedéis sin oxigeno a los poco minutos.- dejé los cubos en el suelo y la
coloqué las manos sobre los hombros.- Alguien se tiene que quedar con el resto
de los niños.
“-Puedo quedarme yo.- me dice colocando los
brazos en jarra.
“-De las dos, tú eres la más útil. Tú remiendas
cuerpos, yo cuento historias a través de mi cámara, ¿Quién crees que es más
necesaria tras la batalla?- la enfermera mira hacia el suelo.
“-Te remendaré la última…- y sonríe.
“-No esperaba menos.
El ruido de un motor que arranca y frena me
saca de mi sueño. El ladrido de Fox y del resto de los perros me hace caminar
hacia la puerta que permanece abierta mostrándome al otro lado un coche
persiguiendo a un perro escuálido que busca entrar a la parcela. El animal
corre con el rabo entre las piernas y la cabeza pegada al suelo. Por unos
segundos sus ojos y los míos se unen y todo su miedo llega a mí en una oleada,
y de algún rincón de mi cuerpo una rabia nace cargada de ira, un yo diferente a todos los demás que pudiese
conocer o presentir sale a la carrera tras el coche, como si tuviese alguna
posibilidad ante “el rinoceronte de hierro”. Y ese nombre que surge en mi memoria sin yo buscarlo me
recuerda que el yo del desierto toma posesión de mi cuerpo, no en toda su
complejidad pues parte de ella murió con una bala en la cabeza.
No puedo relatar con claridad lo que sucedió,
pues me sucede lo mismo que cuando conduzco a una dirección familiar, llego al
destino sin saber cómo lo hice. Me encontraba con el perro tembloroso entre mis
brazos. Le faltaba un trozo de oreja, estaba calvo por el lomo y se le notaban
todos los huesos de su cuerpo, estaba casi segura de que era un podenco pero el
animal no dejaba de mirar al coche que nos amenazaba rugiendo su gran motor. Tenía
cuatro focos encendidos sobre la baca del coche que dirigía hacia mí cegándome
cuando intentaba poner cara a aquellos desalmados, pero da igual el rostro del
malvado, todos tienen la misma expresión vacía de humanidad.
Aceleró de nuevo y tomó velocidad, no tenía
intención de frenar, pasaría sobre mi cuerpo. Esperaba sentir miedo al escuchar
aquel motor volar hacía mi encuentro, pero me invadió una paz inmensa que quise
trasmitir a aquel perro lloroso y asustado, le abracé con fuerza y agradecí que
el destino me ofreciera un final falto de decisión. Cuando estaba preparada
para irme con la mente en blanco, el coche giró violentamente haciendo que
tierra y piedras del camino me golpearan sacándome de aquel estado de nirvana. No
se puede ir sin dejar las cosas atadas, me decía el destino. Y lo último que
escuché de aquellos desalmados fue su risa que se perdía con los rugidos del
motor.
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Solei. |