El Greñas. Odio.
Son las tres de la madrugada y como no sé en
qué malgastar mi tiempo para no morir en la espera, llevo horas metida en el
Facebook. Y estoy hasta los cojones de: “como soy fea no me darás un me gusta,
como soy tonto no me darás un me gusta”, quién caerá en estas memeces. No es
más que un acto picaresco de conseguir fans para luego venderlos por euros,
cuantos más fans tiene una página más valor tiene para las empresas de
publicidad. No puedo explicar cómo funciona porque lo he leído tres veces y
sigo sin coger los entresijos de este negocio millonario que nace en las redes
y los “me gusta”. Yo abrí una página y conseguí 120 seguidores, con el tiempo
me sentí engañada cuando aquellos que creía amigos nunca me siguieron, pero
tenían la desvergüenza de enviarme las páginas de otros amigos para que yo los
siguiera. La cerré.
Cuántos prometieron ayudarme en mi sueño,
cuántos se llenaron la boca cuantificando sus seguidores en las redes, cuantas
palabras vacías que malgastaron saliva al pronunciarse. Desaparecieron.
Y he recordado. Recordado como me dejaron en
la estacada aquellos que un día alagaron el camino que emprendía con tanta
ilusión. Es curioso cómo se han colado en mi cabeza mis peores recuerdos. Esto
me irrita, pero prefiero esta sensación a la que deja la melancolía y el
abatimiento.
¿Por qué no llama?
Y a las cuatro de la mañana dejé de pensar en
desgracias para cambiar de registro, el Greñas estaba fornicando en Tenerife
con alguna pelandrusca. Y no sé que es peor, si llorar de pena o arder de
rabia. Y como no tenía a mano nada mejor, me lo imaginé en diferentes posturas
con la Rubia, a cual más complicada y extravagante, si hay que ser creativos e
imbéciles pues a lo grande. Y la espera es locura, como he dicho. Llamé a la
Rubia, pero no me lo cogió la primera vez, la segunda y tercera me colgó, y
antes de que apagara el móvil y me dejara sin respuestas la envié el mismo
Whatsapp treinta veces: “¿Estás en Tenerife?”. Maldije y blasfemé, incluso di
patadas aquí y allá cuando la veía en línea y la muy zorra no contestaba. Pero
no hay nada como perseverar. Y sonó mi móvil:
“Vete a la mierda, hija de la gran puta.
Estás tarada. Estoy en la cama como la gente normal.”
Sí, vale, en la cama sé que estás pero, ¿con
el Greñas? Claro no puse esto porque era demasiado obvio de que estoy
preocupada por él, más bien por lo que creo que está haciendo. Y puntualicé:
“¿En Tenerife?” Estaba casi segura que no iba a responde, pero como siempre
esta chica me sorprende: “En Vallecas. Hazte ver la cabeza.” Y sobre todo
terminar con educación: “Gracias” Y ella me manda un dedo palabrota algo
morenito, seguido de una cornamenta hecha con dedos amarillos. No es que esté
del todo complacida.
Si lo pienso fríamente no es muy normal coger
un avión para irse a las Islas Canarias a echar un kiki. Pero después de tantas
horas sin saber nada, todo esto me supera, y bueno, soy consciente que saco las
cosas un poco de quicio. ¿Qué pensaríais vosotros? La Guardia Civil siempre
avisa y tras no sé cuantas horas
cavilando y sin ninguna información, lo más descabellado parece sensato. O,
¿no?
Esto se solucionaría bebiendo, mataría las
horas con una melopea, pero tras ingerir las pastillas con el coñac, hablar de
alcohol me pone enferma.
Y cae una hora más cuando escucho un ladrido
lejano, seguido de otro, y otros. El silencio se quiebra entre aullidos y
sollozos desesperados. Y por el rabillo del ojo veo pasar una figura blanca que
se acerca a la cocina. Por unas décimas de segundo el corazón me da un brinco
pensando en Sultán, por otro sé que es la galga blanca que me mira de lado y se
aleja cuando le tiendo la mano. Pero algo me inquieta en esas sensaciones de
miedo que me ponen en alerta. Siento que desde el más allá alguien me avisa de
algo. No creo mucho en esto pero esta noche estoy dispuesta a sucumbir en todos
los delirios de los enfermos mentales, al fin y al cabo, estoy más loca que
cuerda.
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Alba. Asociación Galgo Español. |
Salgo al patio trasero donde entre frutales
se construyeron los cheniles, y no puedo concentrarme en nada que no sea los
ladridos que asaltan la noche. Pero hay algo más, algo que no sé define en la
oscuridad, ni se deja ver en las sombras. Tengo la sensación de que no estoy
sola, y no lo digo por los peludos que asustados ladran para advertirme de un
peligro que amenaza desde la negrura. Hay focos distribuidos por la finca, pero
no recuerdo donde está el maldito interruptor. He encendido las luces de la
cocina, las del pasillo y las del porche, pero no doy con el condenado
interruptor. Aprieto el pomo de la puerta, no termino de soltarlo y tampoco me
decido a salir, guardo la distancia con lo que me espera fuera pero algo me
dice que de mi valor depende algo que se me escapa.
Y siguen ladrando. Y siento el viento gélido
de la noche en la cara. Camino hacia el borde de la terraza. Dos peldaños me separan
de la tierra sin solar. Cuando llegue a ese límite estaré más cerca de los
rescatados del Greñas. Dentro de toda mi confusión, de mi miedo a lo que se
agazapa entre los restos de materiales de obra y tras los árboles, la noche no
me trae el aroma inconfundible de la tierra mojada por el rocío. Huelo a gasolina.
Y el vello se me eriza, y los pies se fijan al suelo.
Correr nunca es la solución, en primer lugar
porque ellos me ven con la luz de la cocina, el salón y los tres farolillos del
porche que he dejado encendidos, delatando mi posición y sin posibilidad de
escabullirme. Tampoco tengo la certeza de los pares de ojos que me observan,
pueden ser dos y puedo tener alguna posibilidad, pero si son más de dos, estoy
vendida. Y en segundos voy pasando por mi cabeza los planes de escapatoria que tengo,
pero ese plan acarrea llevarme a todos los peludos del Greñas. Quien se
aprovecha de la oscuridad para entrar en una finca, y lleva consigo bidones de
gasolina no tiene buenas intenciones. Pensareis que son paranoias mías y yo he
dudado de mi misma, pero cuando he sentido el roce en mi pierna del cuerpo de
Fox gruñendo al aire, he sabido que tenía que pensar deprisa.
-¿Quién está ahí?
He sentido moverse algo a mi derecha, pero al
mismo tiempo una rama caer delante de mí. Son dos. Pero Fox no deja de gruñir a
la izquierda. Son tres. Pero los peludos golpean las puertas de los cheniles y
están más alejados que los tres puntos que tengo marcados como posibles. Son
cuatro o más. Llegando a este número no tiene sentido hacerse la valiente.
-He llamado a la policía. Tenemos cámaras de
visión nocturna y os he visto saltar la pared y rociar la tierra con gasolina.
No juego al póquer pero sé que una mano mala
se salva al hacer creer al contrincante que está entre la espada y la pared. Me
acababa de echar un farol y esperaba que aquella gente que no sabía que
intenciones tenía saltase la pared y se perdiese monte a través. Pero como he
dicho, no juego al póquer. Escuché un sonido que no reconocí, seguidamente vi
un resplandor tras unos tablones que no estaban amontonados de aquella manera
cuando entré en la finca. Y el olor a madera quemada asustó a los perros tanto
como a mí. Cinco figuras pasaron por delante de la fogata. De complexión
delgada y vestidos de riguroso negro, tapaban sus cabezas con la capucha de la
sudadera lo que me impidió poder reconocer a alguno de ellos. Saltaron la pared
mientras yo intentaba tomar dominio de
mi cuerpo.
Las llamas se extendían por un camino entre
los frutales directos a los cheniles. Un escalofrío recorrió mi columna cuando
supo lo que aquellos desgraciados pretendían. Miré a mí alrededor buscando un
grifo, un cubo, una manguera…algo, lo que fuese. ¡Dios! No soy creyente pero
soy de esas personas que cuando aprieta la soga mira al cielo.
Fue la peor media hora de mi vida. Eché arena
en aquella lengua de fuego que corría hacia los cheniles, sin ningún éxito;
cuando me vi superada, decidí soltar a los perros, y todo aquello porque no
encontraba una manguera entre tanta oscuridad, ni un cubo con el que traer agua
de la cocina, pero aquella distancia era imposible de recorrer con la premura
que requería la situación. Me quemé las manos sacando a una galga que se negaba
a salir de su refugio. Los ojos me lloraban y no dejaba de toser cuando las
llamas alcanzaron los tejados de madera de aquellas cabañitas pintadas de
blanco y rojo. Y recorrí cada chenil una y otra vez antes de que fueran pasto
de las llamas, angustiada de que alguno de ellos se hubiese escondido en sus
nuevos hogares. Me ardían los pulmones y me arrastré hacia el porche donde
aguardaban algunos de aquellos asustados animales que el Greñas había
rescatado. El resto corrían por la finca buscando una salida para escapar al
monte.
Y me desmayé o me convulsioné hasta perder la
conciencia. No creo que pasara mucho tiempo, pues al recuperar el conocimiento
los cheniles seguían ardiendo. Y lloré al ver el sueño del Greñas desaparecer
por el odio de cinco chicos. Lo siguiente
que recuerdo es el tono de llamada de mi móvil. Palpé mi bolsillo y descolgué.
No salían las palabras por mi boca, sentía la
garganta pegada y dolorida. Ya no había lágrimas en mis ojos. Me dejé caer al
suelo agotada, el móvil se escapó de mi mano enrojecida y lo vi deslizarse
hasta las patitas de Fox que no se separó de mi lado ni en los peores momentos.
Me abandoné. Y aquel hermoso perro negro que vivió entre mis tinieblas, se
agachó y ladró, y a su ladrido se sumaron el resto de la manada del Greñas.