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La comida.


Cuando iba a 4 de EGB vivíamos en Valladolid, para más señas en la calle las Huertas frente a una prisión y al lado de una inmensa acequia. Un día de tantos salíamos del colegio y regresábamos a casa cuando bajo un coche vi una figura pequeña y peluda llena de aceite husmear y mordisquear un papel grasiento. Mi madre iba delante con mi hermano pequeño de la mano, lo que me dio tiempo a observar con detenimiento aquel animal inquieto. Ella cruzó una gigantesca viga de hormigón que hacía de puente, era extrecha y no había barandilla que protegiera de una caída no muy alta a una acequia cubierta de malas hierbas y con un agua algo sucia, mientras yo continuaba embobada mirando aquel perrillo. Mendigaba comida a los niños que llevaban merienda y yo creo que ni pensé ni medité lo que iba a suceder después de esconder al perro sucio y greñudo debajo de mi abrigo. Mis padres me habían dicho miles de veces que no podíamos tener animales porque vivíamos en casas de alquiler, pero King era tan pequeño, así le llamamos, que podíamos esconderle ante cualquier visita indiscreta. Pero no voy a seguir alargando una historia que no viene al caso, sólo era para poner un poco en antecedentes.
King tendría unos siete meses cuando lo sacamos de la calle y tuvo durante toda su vida una fijación por la comida algo digna de terapia, pero no supimos reconducir su ansiedad ni su miedo a no tener algo que llevarse a la boca. Mendigaba constantemente y durante las comidas lloraba y ladraba sin descanso para recibir trocitos de lo que fuera: pan, carne, judías... daba lo mismo la cosa era comer. Probamos a darle la comida antes, durante y después de la nuestra, pero la suya la engullía y corría a pillar cacho de la nuestra. Las comidas eran un horror. Y no quiero decir nada si nos veía a mi hermano o a mí merendar, saltaba a quitárnosla de la misma boca si hacía falta, para él nosotros dos eramos los últimos monos de la manada, no llegábamos ni a Omegas. Gracias a todo, King, era lo que se conoce como un perro ratonero y no levantaba más de un palmo del suelo, era de patitas cortas cuerpo gordo, del sobrepeso, y una cabeza imponente. No quiero saber que hubiera sido de nosotros si hubiese sido un pastor alemán o un dogo.
Pero tengo bien claro que la culpa siempre fue nuestra por no saber corregir aquella ansiedad. 

¡No se mendiga Solei!


Lo primero es que siempre deben comer después de nosotros, cuestión de rango en la manada. Lo segundo jamás darles de nuestra comida mientras nosotros comemos y que aguarden en su cojín esperando su turno. Debemos de disfrutar de una comida tranquila, ahora que estamos solos y luego cuando vengan visitas, también esto nos permite poder ir a casa de amigos con ella. No se puede disfrutar de una velada gritando por encima de los sollozos, aullidos o ladridos y menos encerrarla en un lugar alejado aumentando su estrés. Y tercero y muy importante, deben aguardar sentados hasta que les pongamos el comedero en el suelo después de llenarlo, no saltando y ladrando a nuestro alrededor, eso es ansiedad y no podemos dejarles comer con ese estado nervioso, por su bien. Una vez que se lo dejemos y ellos comiencen a comer tenemos que meterles la mano en el comedero mientras comen o quitárselo y que aguarden tranquilos a que se lo devolvamos. Jerarquía en la manada: yo Alfa, tú Omega.

Solei aprende deprisa y aguarda feliz a que acabemos porque sabe que después va ella, esa es la rutina y la rutina da seguridad. 
¡Feliz Lunes!

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