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Tormenta de Galgos. 35



Trigésimo quinta entrada de mi blog.

Desperté a los pocos minutos y mi madre sujetaba con fuerza mi mano. Según su reloj solo habían trascurrido medía hora, pero yo juraría que dormí dos o tres horas. Me dieron el alta sin más recomendaciones que mirar bien donde quería solucionar mis problemas, porque la próxima vez, a lo mejor, no tenía tanta suerte. Aquella enfermera era un callo.
Mi padre nos esperaba fuera. Me senté en la parte trasera y aguardé a que los demás decidieran por mí. Si hubiese sido más joven me hubiese caído un buen rasca polvos pero estaba en esa edad donde si me contradecían ponía tierra de por medio, asique cada uno se tragó sus reproches como buenamente pudo. 
-¿Paro en algún sitio y compras algo de comida a la niña?- preguntó distraído mi padre.
-La niña se viene con nosotros.- se sorprendió mi madre al saber que mi padre estaba dispuesto a dejarme de nuevo sola en mi casa.
-No es buena idea. Ella acaba de aprender una lección muy importante, se bebe con moderación y sin pastillas.- la expresión de mi madre era de incredulidad total.
-No voy a dejarla sola.
-No es buena idea.- repitió mi padre.
¿Por qué no era buena idea? Supongo que andaría mi no hermana ordenando los restos de una cena que no disfrutaron. Entonces caí en la cuenta, ¿Cómo supieron lo que estaba haciendo?
-¿Por qué vinisteis todos a mi casa?- se tensaron y se miraron de reojo. Tragaron saliva mientras inventaban algo creíble.
-Nos llamó el joven de la Residencia…- mi madre era siempre la que mejor mentía.- Trajo a tu hermana los juguetes…  Nos dijo que te sorprendió mucho ver tus fotos colgadas por las oficinas de su familia.
-No son su familia, son sus suegros, estuvo casado hace tiempo y murió en un accidente de coche. -mis padres se movieron incómodos en sus asientos, carraspearon y recolocaron sus manos nerviosas.- Eso no justifica que decidieseis venir de visita a tropel.
-Cuando me llamaste para decirme que no venías a cenar que te encontrabas mal, supuse que era por el disgusto…  No fue hasta después de un rato que me di cuenta que habías estado en el portal...- su tono iba tomando al ligero matiz de enfado.-“Además no quiero ver a mi hermana mayor pavoneando su perfección y restregándome a su familia perfecta, con sus hijos modélicos y su perrito negro por las narices.” ¿Cómo sabías lo del perrito si no estuviste esperando ahí fuera?
-Entiendo….
-Sigo diciendo que no es una buena idea.- replicó mi padre.
-Son mis hijas.- así terminaba mi madre todas las discusiones. Mi padre decía cuando era niña: “Ante eso no tengo argumentos.” Y siempre se hacía lo que ella decía.
Y con ninguna gana entré en el piso de mis padres que me vio crecer, del que salí vestida de novia camino de la iglesia de Cuatro Caminos para casarme con un hombre que nunca tuvo claro porque lo hizo, y al que regresé años después de tierra hostil para curar mis heridas, pero estuve poco tiempo, allí sentía que mi vida desordenada no tenía sentido, y escapé al pueblo. Pero todo se descolocó cuando apareció el Greñas con sus jaulas, sus lazos y su ropa sucia y raída.
Nada estaba ordenado, la sombra de mi no hermana no revoloteaba por aquella casa, la mesa seguía puesta, los tenedores con la comida pinchada, las copas llenas y un vaso derramado por el mantel, con lo que pudo ser un refresco de naranja,  y los langostinos tenían un tono algo más oscuro y el pulpo con patatas más gelatinoso. Salieron corriendo.
-Tu habitación está preparada.- me empujó mi madre por el pasillo. Era una extraña en mi propia casa. Mi padre se había adelantado, abría cajones y armarios y tiraba en su interior objetos, escuchaba sus golpes secos y sus maldiciones entre dientes. Me quedé parada escuchando su lucha interior. Estaba enfadado conmigo.- No hagas caso a tu padre. Entra y descansa.
Mi madre cerró la puerta tras de mí. Paseé la vista por todos los objetos que formaban parte de mi historia. Mis libros, mis muñecos, las fotos de una vida que iba a ser perfecta y se torno deprimente donde solo sumaba fracasos.
No tenía el cuerpo para muchas fiestas. El estómago me ardía y la boca estaba pastosa y agria. Pensar en comer era una tortura pero mi madre me había traído en una bandeja con un plato de sopa caliente que dejó sobre la mesa del escritorio. “Come algo” me dijo antes de salir camino de la cocina donde estaban los dos discutiendo a media voz y tirando toda una Noche Buena en grandes bolsas de basura. Y tras echar al pito-pito-gorgorito si comer la sopa o tirarla por la ventana, decidí que ya había desperdiciado por una noche suficiente comida y me senté a tomar dos cucharas de aquel líquido anaranjado con olor a pollo.
La primera no llegó a la boca y su olor ya revolvía mis entrañas. Dos nauseas me dijeron que por hoy el cupo de espasmos estaba cubierto y aparté a un lado la bandeja. Y me puse a revisar los cajones de mi escritorio, dónde mi vida tomo el camino incorrecto, quizá entre todos aquellos cachivaches y recortes encontrara todas las respuestas, algo que pasé por alto en mi adolescencia y ahora me sirva como guía. Busqué y rebusqué, pero allí solo encontré basura, que no tenía ni idea de porque la guardaba con tanto celo. Envoltorios de caramelos, trozos de piedras, recortes de prensa sin ningún sentido, billetes de autobús incluso entradas de cine de películas que no recordaba haber visto. Encontré fotos sueltas de mi infancia, adolescencia, incluso de mis viajes universitarios con mi no hermana y mi examiga. Y amontoné sobre la mesa y en el suelo montañas de basura que iba sacando de los cajones. En el penúltimo encontré mis diarios tan inútiles como todo lo demás. Hablaba de sueños, pesadillas y enfrentamientos infantiles por gomas de borrar, lapiceros y bobadas varias, es decir, lo normal en una niña de EGB. En BUP y COU la cosa mejora, escribo sobre chicos y salidas a discotecas, primer beso y fracasos amorosos, lo normal cuando las hormonas andan locas. Y después de eso ya no escribí sobre mi anodina vida.
Abrí el último cajón con la idea de volcar todo su contenido en la papelera de metal que tenía junto a la mesa cuando un diminuto objeto llamó mi atención. Era una figurita de madera tallada, un galgo corriendo, alguien había colocado una pequeña argolla en el lomo y un cordón de zapatos a modo de cadena. Lo sostuve entre los dedos y lo miré con curiosidad. No recordaba quién lo hizo o dónde lo compré o quien me lo regaló, no se puede olvidar un objeto que al verlo te hace sentir feliz. El destino me envió a la única persona que no puede dar una mentira como respuesta.
Mi padre entró de puntillas, esperaba que durmiese, no sosteniendo en mis manos un colgante que él pareció recordar.
-Estaba ordenando… y no recuerdo nada de todo esto.-señalé los montones de papeles y cosas extrañas.- ¿Cómo puede ser que haya olvidado películas que he visto o libros que he leído?
Se sentó en el borde de la cama y fue paseando la vista allí donde mi dedo señalaba.
-Nunca sé que decir cuando me preguntas esto.
-¿Cuándo te pregunto esto?- si una mirada bastase para representar el dolor del mundo, esa fue la de mi padre.
-No podemos recordar todos los momentos vividos. Nuestra capacidad es limitada.
-Tú guardas un objeto, un papel, una entrada porque significan algo que no deseas olvidar jamás. Yo no recuerdo nada de todo esto.- levanté el colgante ante nuestros ojos.- Ni siquiera este collar y viéndolo me siento plena, es como un amuleto o un colgante mágico que me hace sentir segura, completa. ¿Sabes algo de él?
-Hace muchos años te lo regaló alguien con el que te unió…
-Tu hermana.- soltó mi madre con la cara descompuesta desde la puerta.- No te la mencionamos porque es decir su nombre y sales corriendo.
-¿Os contó lo de la llamada? ¿Os dijo que me colgó? –mi padre hundió su cabeza entre sus manos.
-Es como una pesadilla que se repite año tras año, como un mal sueño del que no logras despertar.- sollozó aquel hombre siempre derecho.
-¿Por qué me hacéis esto?- supliqué.
-¡Déjalo ya!- se arrodilló mi madre ante mis piernas y me sujetó la cara entre sus manos.- Empieza otro capítulo de tu vida, no pierdas el tiempo en lejanas rencillas que no…. –sabía cuál era la palabra que iba añadir.
-¡Sucedió mamá, lo que te cuento sucedió aunque no seas capaz de admitirlo de tu hija mayor, sucedió!- mi padre salió de la habitación enjugándose las lágrimas, y mi madre se vino abajo entre mis brazos.

Por ellos tengo que dejar de recordar.

Maya. Asociación Galgo Español.

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