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Tormenta de Galgos. 33



Trigésima tercera entrada a mi blog.

Tengo mensajes de algunos seguidores, no son muchos,… ¿seguidores, seguidores?… tengo once; once que reciben cada vez que publico un correo, y lectores ocasionales dependen del día, pero fieles sólo cincuenta, hasta para lograr que me lean tengo mala suerte. Pero al grano. Estos correos no son como los de mi ex, son lectores a los que parece que interesa algo mi pobre existencia, que me felicitan las fiestas, ya olvidadas, y me animan a buscar el amor o la alegría de vivir en las cosas cotidianas y los más osados me aconsejan tirarme al Greñas, no valoro esto y mucho menos después de lo sucedido en estos diez días de ausencia. Colgué alguna felicitación navideña muy a mi estilo, pero con muy poco éxito. ¿Qué ha sucedido en estos diez días? Bueno, bueno…
Recordemos que fue lo último que puse. Cierto, fui a cenar donde mi madre y al comparar mi vida con la de mi no hermana, salí de allí camino a ninguna parte. Pues eso fue lo que sucedió.
Hice la maleta y me subí a mi coche. Enfilé la carretera camino del aeropuerto. Llegué a una rotonda y paré en el ceda el paso, ¿por qué paré? no lo sé, porque las calles estaban vacías. Desde mi ventanilla fui paseando la mirada por las ventanas iluminadas de los edificios, imaginando a las familias sentadas a la mesa hablando de sus cosas, fingiendo que todo es felicidad y que todo es afecto y amor, pero incluso pensando en la falsedad de estas fiestas, la envidia me invadía por ser incapaz de tener durante las horas que dura una cena, un momento de normalidad. Y metí la marcha y arranqué.
Dos minutos más tarde conducía con el piloto automático. Mi mente vagaba por recuerdos de algún tipo cuando vi la sombra de un gato negro cruzarse en mi camino. Frené en seco y le vi alejarse hacía los setos de un parque cuyos días de niños y risas quedaron olvidados entre pintadas horteras, latas vacías y botellas de cerveza rotas. Aparqué de cualquier manera y fui tras él.
Perseguía la sombra de un fantasma. Entré en aquel rectángulo de arena sucia con restos de envoltorios de caramelos, cajetillas de tabaco y condones usados, sin luna que iluminase mis pasos y sin farolas que guiase mi rescate. En la más absoluta oscuridad. Busqué entre los setos, bajo los columpios rotos, incluso en las papeleras volcadas y rotas, pero no encontré al gato negro. Y pasaron los minutos. Olvidé lo que me había llevado a adentrarme en un lugar como aquel y miré a mí alrededor recordando un lugar parecido en un tiempo lejano.
-Te das cuenta que somos parecidos.- escuché la voz del Greñas, me giré pero allí no había nadie. Miré a mí alrededor pero estaba sola.
-¿En qué me parezco yo al Pelos?- pregunté.
-No nos sentimos completos sino vamos salvando vidas.
-Las comparaciones son odiosas.
-Como tú dices: Salvando las diferencias.- vi al Greñas mucho más joven y risueño.
Y su imagen a escaso metro de mí se desdibujo envuelto en la niebla que caía sobre el parque. Extendí la mano para alcanzarle, incluso di un paso vacilante, pero no tuve ningún éxito, mi ilusión desapareció. Quedé envuelta en una espesa niebla, parecía un sueño profundo del que recuerdas luces y sombras. Se desvanecieron las líneas de los columpios, la arena de juegos dio paso a una alfombra de tonos ocres, y el gato negro que seguí atientas a través de unos setos, como al conejo irritante de Alicia en el país de las maravillas que sumió a la pobre niña en un alocado sueño, me arrastró hacía un agujero en medio del parque. Y mi gato negro reapareció ante mis ojos en una cama de grandes almohadones y esponjoso edredón blanco,  iluminada por la luz del sol que entraba a raudales por un ventanal con los estores recogidos. Miré a través de esos cristales reconociendo mi propia casa, pero no era mi alfombra, ni mi ropa de cama. A mí alrededor surgía mi habitación, diferente, más luminosa y cálida.
-¡Regresa a la cama!- me suplicó el Greñas.
Con el torso desnudo dejándome ver su tatuaje sobre su columna vertebral, jugaba con el gato negro que ronroneaba al tacto de su mano. Cuando su mano caía sobre aquel sedoso pelo oscuro y brillante, sentía yo en mi espalda los dedos largos y delgados de él acariciando mi piel; cuando besaba las orejas  del animal, sentía sus labios cálidos y suaves sobre las mías. Dejé caer la cabeza hacia atrás al sentir su lengua rozar mi cuello y mi cuerpo erizarse ante su contacto.
-No quiero que te vayas. No quiero que me dejes. No soporto tenerte lejos.- me susurró al oído.
-Seis meses pasan volando…- me abrazó con fuerza por la espalda mientras llenaba de besos mi nuca.
-Una hora sin ti es un calvario. Seis meses serán un infierno.- me giró entre sus manos, sujetándome por la cintura y enfrentó nuestras miradas.- Te amo.
-Yo más…
Y me besó. Conocía la sensación. Sentí sus labios sobre los míos. No era una boca sobre otra, era un vínculo familiar, un intercambio de sensaciones perdidas: seguridad, equilibrio, protección y sobre todo amor, había amor.
Desperté como se despierta de los sueños inalcanzados, de golpe, de mal humor por alejarme de algo que sólo entre las nubes lo crees real. Estaba en mitad del parque.
Maya. Asociación Galgo Español.
Sentada de nuevo en el coche con las llaves en la mano, me vi alcanzada de nuevo por la ansiedad, la tristeza, el esteticismo, la rabia, una sensación profunda de impotencia e incredulidad,  ante la pérdida de la seguridad y el bienestar que representaba el Greñas. Lloraba la pérdida de alguien que nunca estuvo entre mis sabanas, que no beso mis labios ni acaricio mi cuerpo, pero mi cabeza sentía su ausencia, se desahogaba en recuerdos que nunca existieron, reviviendo momentos felices que no vivimos. Al mismo tiempo intentaba convencerme de que el tiempo todo lo cura, que cada cosa regresaría a su lugar y yo podría continuar mi camino. ¿Qué camino?
Arranqué segura de que estaba perdiendo el poco juicio que me quedaba. Horas antes, estaba segura de que cogería un avión cualquiera y me perdería en un lugar lejano, pero ahora sólo deseaba regresar a mi casa.
Dejé caer por el pasillo mi abrigo y la chaqueta y corrí hacia mi habitación pero allí sobre la cama no había ningún gato negro ni lo que más ansiaba encontrar, al Greñas. Mi ropa descolocada, aquella que no vi adecuada para ir a tierra hostil, estaba esparcida por todos los rincones. Y lloré. Como lloro desde hace meses, sin consuelo. Y lloré durante horas, y cuando mi rostro me escocía por la sal de mis lágrimas y mis ojos enrojecidos se secaron de tanta tristeza, tomé una decisión.
Del fondo de un armario saqué una botella de coñac que alguien dejó olvidada, y de la mesa de la cocina una caja de pastillas que me recetó un psiquiatra para dormir y que nunca llegué a usar.
No tenía ni idea de cómo rehacer mi vida. De cómo olvidarme de mi exmarido, de mi examiga, de todos los que habían participado en mi vida en los últimos años. No sé cómo se rompe con todo para empezar de nuevo. No sé cómo se pide ayuda. No sé vivir con mis errores.
Y fui bebido largos tragos de aquella botella con cada par de pastillas que ingería. Y entré en una nebulosa confusa de recuerdos y sueños donde se mezclaba el Greñas con mi exmarido y con la gente que conocí en tierra hostil. Vi a mi hermana en el desierto repartiendo mantas y juguetes, y me vi a mí rescatando perros en una inundación junto al Greñas. Vi al Greñas esperándome en un altar rodeada de perros y gatos. Vi a sus suegros charlando con mis padres en una playa. Todo giró a mí alrededor y mi cuerpo se desplomó en el frío suelo de la cocina. Escuché gritos y golpes en la puerta y unas manos que me alzaban del suelo y gritaban mi nombre entre sollozos. Vi el rostro de mi hermana junta al de mi madre y la mirada perdida de mi padre, entonces apareció el Greñas con el móvil en la mano gritando ayuda.
Fue el mejor sueño que nunca tuve.

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