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Asociación Galgo Español |
Vigésimo cuarta
entrada a mi blog.
Alguien me ha escrito un correo en desacuerdo
con mi estilo poco ortodoxo de escritura, saltándome una regla gramatical
básica, y me recuerda que no puedo anteponer el pronombre personal de primera
persona en una enumeración, refiriéndose a la entrada de ayer:”yo y el resto
del mundo” y añade: “El burro delante para que no se espante.”
Vamos a ver, ¡gilipollas!, este es mi blog y
pongo lo que me da la gana y no entiendo que razón hay para poner delante de mí
a toda la gentuza que puebla la tierra, ¡a joderse! Si no te gusta ábrete tu
blog y ponte de tras de toda la chusma como mi exmarido, su amante nueva, la
del chocho rojo, la Rubia, la portes, la mantas,… etc. Además soplagaitas, se
trata más de cortesía que de una regla gramatical, como abrir la puerta y dejar
pasar a las señoras delante, o ceder el asiento del metro a los ancianos y
embarazadas. Damos preferencia a los amigos para parecer elegantes pero como yo
la elegancia me la paso por el forro del vestido y me la trae al pairo lo que
piensen o digan de mí, primero yo y después el resto del mundo. Escríbeme de
nuevo, si tienes huevos u ovarios, porque encima ni te presentas, usas un seudónimo
“Letra en potencia”, en potencia de qué.
Hoy he tenido un mal día, y la culpa ha sido
de la Portes y la Rubia, y por ese orden, ellas dirán lo contrario pero es que
saben cómo tocarme las narices. Lo del mal día se aprecia, pero llevo unos días
que suelto espumarajos por la boca, soy como la gaseosa, quitan el tapón tras
agitarlo con fuerza y exploto.
Llegué a la residencia y me encuentro de cara
a la Portes que viene de la Fortuna con dos galgos nuevos. Intercambia dos
palabras conmigo pero ni presto atención, me da lo mismo que me da igual. Es
consciente de que la ignoro. Y hago lo de siempre. Saludo a los flacos, les
quito las batas y les pongo los abrigos y nos vamos de paseo. Faltaban cuatro y
aunque tenía ganas de preguntar a la petarda esta, dónde estaba Nico, Cash,
Sindy y Kiara, he pasado de darla la satisfacción de ignorarme como respuesta. Un
paseo de casi cuarenta minutos, acariciando la cabeza de Amore, ha obrado
milagros en mi espíritu apocalíptico. De regreso he visto pasar a la Portes
corriendo hacia los cheniles gritando por el móvil algo como que en su coche no
entraban todos. Por la agitación y los gritos sabía que lo que fuese estaba a
punto de salpicarme. Y así ha sido.
-¿Has venido en coche?- me pregunta la mema, cómo
voy a venir, esto esta apartado de todo lugar civilizado, es un campo en mitad
de la nada, cuya entrada es un camino de barro lleno de socavones.
-Sí. –sencillo y escueto, ya mi gesto
mostraba el hastió que me producía solo hablarla.
-Se ha roto la furgoneta del Greñas y tenemos
que ir a buscar a los flacos.- ¡genial!
-¿A dónde?
-Tú sígueme.- ¿cómo que la siga?
-¿A dónde?- repito un poco más alto por si es
cerrada de mollera.
-Está cerca.- me contesta de mala leche.
-Cerca o lejos me da igual. Te repito que
dónde vamos.- le saltan los ojos de las orbitas, disfruto cabreando a la gente,
me produce cierta calma en el alma, y lo mejor de todo es que luego no tengo
remordimiento alguno.
-Es una casa de reposo que está a cincuenta kilómetros,
una especie de clínica.- y hace con las manos el gesto de encomillado.
No doy por buena la respuesta pero llevo
tiempo sin ver al Greñas, y no me molesta reconocer que le echo algo de menos. Lo
justo. Y como tampoco escribo por el whatsapp, no puede saber si vengo o voy.
No entro en detalles del lugar porque era una
casa de campo en mitad de un olivar sin muchos más que destacar, como única
curiosidad, estaban todas las ventanas cerradas a cal y canto, con las
contraventanas echadas. Reinaba un silencio absoluto como si se estuviese
velando a un muerto. Siempre el silencio es preámbulo de la tormenta, lo sabré
yo.
-¡Espera aquí!- me ordena la Portes señalando
con el dedo índice el suelo de mis zapatillas, cuando cada una baja de su
respectivo coche.
No me gustan las órdenes, no me gusta que me
señalen el lugar donde debo permanecer con un dedo, es como una amenaza, no me
gustan las amenazas, no me gusta la Portes. Y qué hacemos para revelarnos
contra la tiranía de unos cuantos descerebrados que creen que pueden manejarnos
a su voluntad. Esperar a que desaparezca por una puerta que se abre tras tres
toques en el timbre. Ella se va y yo me escabullo del sitio marcado como si
fuera su perrita faldera. Desobedezco.
Cojo un pequeño sendero que lleva a otra casa
de similar arquitectura. Una casita de campo pequeña y blanca, pero con la
puerta abierta y sobre ella una cruz roja, es un dispensario médico o algo
parecido, huele a desinfectante.
Entro sin llamar, la puerta está abierta, sin
avisar de mi intromisión, algo me dice que para enterarme porque reina tanto
silencio, debo ser sigilosa. Y ante mí se abre un largo pasillo con puertas a
ambos lados, al fondo veo una mujer con bata blanca ir de una habitación a otra
con una bandeja en la mano llena de vasitos de plástico opacos. Poso el pie con
cada paso suavemente y me deslizo pegada a la pared, siento la adrenalina
recorrer mi cuerpo y tenso los músculos, me preparo para lo inesperado. Es una
sensación familiar.
Por unos segundos mis recuerdos se anteponen
al momento y vuelvo a recorrer un pasillo similar a ese, aquel día estaba
huyendo. Se confundían en mi cabeza las imágenes y contuve la respiración para
que no me delatase las bocanadas de aire que entraban por mi boca entreabierta,
llenando de aire mi pecho esperando que aquel hombre de barba negra y sucia me
agarrase de nuevo por la garganta y me arrastrase al cuchitril que él bautizó
como dormitorio, un cuartucho de dos metros cuadrados escasos, donde no podía
tumbarme y donde un cubo metálico hacía las veces de retrete. Miedo.
Llegué a la primera puerta y me asomé con
cuidado. Un biombo no me dejaba ver lo que tras él se escondía, escuchaba una
respiración lenta y dificultosa, pero nada más. En la siguiente puerta lo mismo
y lo mismo en la tercera y en la cuarta, pero en la quinta escuché un lamento
sordo, un roce de sábanas y una queja dolorosa. La mujer de bata blanca salió
de la penúltima habitación y yo me pegué todo lo que pude a la pared para no
ser descubierta. Cuando entró en la última habitación pasé rápidamente al
interior donde se escuchaba un quejido acompasado con una respiración agitada. Con
miedo me asomé tras el biombo blanco, aquellas habitaciones eran todas de un
blanco inmaculado.
Allí sobre una cama y tapada con una fina
sábana descansaba lo que parecía una mujer. Su rostro desfigurado por los
golpes, sus ojos hinchados y morados y sus labios partidos y surcados por
grietas sanguinolentas, me hicieron perder el equilibrio y apoyarme en el
biombo que se sacudió violentamente para caer sobre la puerta abierta. La mujer
giró la cabeza para preguntar quién escudriñaba en las sobras, quién la miraba con
horror y rabia, y como si una fuerza sobrehumana tirase de mí salí de aquella
habitación en volandas y recorrí el pasillo hasta la salida. Pero yo estaba
perdida en mi misma, en una mujer con el rostro desfigurado que yacía en el
suelo de uno de aquellos dormitorios, sin ropa de cintura para abajo que
gimoteaba piedad y perdón sin descanso. La sostuve la mano mientras exhalaba su
último aliento, mientras luchaba por arrastrarla fuera de aquella pocilga, pero
era tarde, el hombre de barba oscura y sucia que olía a sudor y a semen separó
nuestras manos entrelazadas.
Chillé asustada al sentir la presión en mi
vientre, al ver aquel brazo grueso apretándome con fuerza y arrastrándome al
exterior, perdí la noción del tiempo y el espacio. ¡No, no!, grité al tiempo
que pataleaba al aire. Nadie volvería a hacerme daño. Intenté deshacerme del
agarre pero estaba experimentado en la lucha cuerpo a cuerpo. Me llevaba hacia
la salida, no me enceraría en aquellas habitaciones blancas. Me arrojó a la
arena del camino. Me revolví contra mi atacante.
Pero la visión se emborronó, la imagen de
aquel hombre nauseabundo de mi pasado se anteponían en la cara de un hombre sin
barba que me miraba sin saber a qué atenerse, a darme de hostias o ayudarme a
levantar. La cabeza me daba vueltas y las nauseas oprimieron mi estómago.
Que malos son los recuerdos. Sentí su aliento
en mi cuello, su sudor caer en mi cuerpo, su mano callosa acariciar mis pechos,
y su desnudez tocar mi muslo. Y grité asustada mirando a ambos lados, quería escapar
de todos mis recuerdos, de mi misma. Y aquel hombre se acercó con la mano
extendida, y yo me alejé arrastrando por el suelo, escondiendo la cabeza entre
los brazos asustada. Y me cogió del brazo para levantarme. Una oleada de miedo
me asaltó. Quería tirarme al suelo, desaparecer, pero aquel hombre se
empecinaba en que permaneciese en pie, en mirarme a la cara sujetándome las
manos con fuerza. Y de nuevo el rostro del hombre con barba me observaba como
entonces, relamiéndose y mostrándome unos dientes amarillos y malolientes. Grité,
y grité. Hasta que escuché la voz del Greñas ordenando que me soltase. Sentí
como me abrazaba con ternura y acariciaba mi cabeza con dulzura. El susurro de
su voz recordándome que todo estaba bien.
-¿Por qué la has traído a ella?- estaba
cabreado como nunca le había escuchado.
-¡Jodete! Estaba allí.
-También estaba…
-Estaba con los pedidos.-buscó una respuesta exculpatoria,
la había jodido y bien. Me sentí contenta por la voz temerosa de la Portes ante
la irritación del Greñas. - Además… si está desequilibrada qué culpa tengo yo.
¿Desequilibrada? La machorra esa me estaba
llamando loca. Y lo dicho, paso de un estado emocional a otro con la velocidad
del rayo. Del miedo incontenido a la furia desatada. La llamé de todo a voz en
gritos, agitando las manos con violencia. Desequilibrada a mí. ¡A mí!