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Dakota. Asociación Galgo Español. |
Vigésima segunda
entrada de mi blog.
Hago cosas cada vez más ilógicas y tengo
tantas lagunas en mi cabeza que miedo me da perderme por mi piso. No sé si
vengo o voy.
No me refiero a no saber para que fui a la
cocina o guardar el brik de leche dentro del microondas; no, no va de eso. Va
de olvidar conversaciones; tener cambios de humor continuamente, parezco la
niña del Exorcista; estoy siempre triste, irritable y soy puro pesimismo, sin
contar con el estrés que arrastro y la ansiedad que cargo. Creo que es la falta
de sueño.
Soy consciente de que paso del yo toca
pelotas que discrepa en todo por el simple placer de llevar la contraria, al
que le da igual si el mundo explota y me pilla dentro, es más, miro por la
ventana con ansiedad porque todo se vaya a tomar por culo lo antes posible. Sigo
sin analizarme, para eso está mi madre recordándome lo delgada que estoy o las
arrugas que marcan la comisura de mi boca, voy con la mandíbula apretada y los
labios fruncidos. Pero todo me da igual. Soy consciente de que estoy regresando
en el tiempo.
Me siento como la muchacha que una mañana
rompió su billete de vuelta a Madrid, la misma que fue cobarde para dar el paso
y buscó el suicidio en vida.
¿Qué es lo que me impide coger un avión y
plantarme de nuevo en tierra hostil?
Tengo miedo porque en el último segundo de
mis peores pesadillas me arrepiento de estar allí. Tengo miedo a poner la soga
en mi cuello y cuando mi cuerpo se balancee en el aire, arrepentirme de todo. Sinceramente
quiero que llegue sin darme tiempo a poner mi vida en orden.
Mi vida en orden.
En el cajón de mi ropa interior tengo tres
cartas de suicidio diferentes. En una intento ayudar a mis padres para que no
se sientan culpables, han hecho por mi tanto, han sacrificado de sus vidas
horas, meses y años. Por ellos tendría que seguir. Que sencillo es desde fuera
juzgar y dar consejos vacíos.
La segunda es para mi hermana con la que no
me hablo desde hace tres años. Nunca les he contado a mis padres porque para mí
está muerta y enterrada, es más, soy hija única. Los recuerdos están atormentándome
a todas horas, y cuando no es la amargura de un pasado que no se termina de
currar, es mi mente agitada creando escenarios tormentosos con el Greñas o la
Rubia, no hay descanso. Y ahora es esta hermana que nunca tuve la que asalta
mis noches de insomnio. ¿Cómo fue en realidad? Porque esa es otra, dudo de mi
misma, ¿fueron los hechos como los recuerdos o los manipula mi mente afligida?
Recuerda, recuerda: Una semana llevaba en
tierra hostil después de aquella huida de mi misma. Ya había visto más de lo
que un ser humano es capaz de soportar sin enloquecer. Había segundos donde me
daba cuenta que todo aquello era un error pero una fuerza oculta no me dejaba
escapar de allí, necesitaba un motivo, una razón o una persona con una fuerte
voluntad que me ayudase a escapar de mis propias cadenas, cadenas que me tenían
atada a una tierra que se bañaba en sangre al alba y en lágrimas al anochecer. Mis
padres.
Nunca he tenido la suerte de cara, y si lo
pienso tranquilamente, aquel día agradecí a Dios que escuchara mis suplicas,
pero fue Lucifer quien lo hizo. En tierra hostil hay pocas cosas pero cabinas
telefónicas que funcionen ninguna, los repetidores de las antenas son lo
primero que se bombardea, fuera las comunicaciones, fuera los móviles, fuera
las modernidades. Fuera la posibilidad
de mi llamada de auxilio. Pero esa mañana todo cambió, una situación me llevó a
otro y al final de la tarde un casco azul me ofrecía la oportunidad de llamar a
mi casa.
Al tercer timbre escuché la voz de mi
hermana, me quedé sin palabras, escucharla fue… lo mejor que me había sucedido
en mucho tiempo, ella representaba un hogar que creí perdido, una vida que
pensé arrebatada. Tenía familia. Cuando pude hablar fui precipitada,
desordenada. Las lágrimas se atragantaban con las palabras. No pedía nada. Yo
podía coger un avión y regresar a casa, necesitaba un motivo que me ayudase a
subir a ese avión. ¡Qué difícil es de explicar! Me estaba ahogando y necesitaba
una tabla a la que agarrarme.
El silencio. Maldito silencio. Es peor que la
bala que atravesó mi muslo, peor que el puñal clavado en mi vientre o la
metralla que tengo en mi espalda. En aquellos tres años hubo tantos silencios.
Ella guardó silencio. Escuché su respiración dominada. Y el miedo que alejé con
esperanza, me atrapó con más fuerza y sembró la desconfianza en lo único que me
quedaba. Supliqué que se pusiera mi madre o mi padre, pero ella guardó
silencio. Les pedí perdón por el daño sufrido, por desaparecer sin avisar, por aquellas
horas de espera en el aeropuerto de Madrid, por no decirles si estaba viva o
muerta. Silencio. Lloré y grité el nombre de mis padres. Silencio. La desconfianza
me cubrió como una segunda piel, una creencia firme de que nada me quedaba, una
actitud consciente y voluntaria de que nadie es bueno.
La desconfianza se convirtió en una buena
amiga. Un ser negativo que nos hace ver lo que no existe, que nos aleja de
nuestras relaciones sociales, de nuestras amistades, y de la familia. Con esta
amiga sentada en la mesa no hay cabida para la felicidad. Fui un blanco fácil, mi personalidad no era
ni fuerte, ni segura y mi autoestima había sido vapuleada. Pero sin ella
sobrevivir en tierra hostil era del todo inviable. Fue una barrera, una
protección a mi integridad destrozada, pero incluso aquellos restos necesitaban
una defensa.
Empecé a vivir en alerta continua, a
defenderme de todo y de todos, real o no. A generar en los demás una reserva
hacia mi persona, que me hacía comprobar que mi teoría era correcta, nadie
merecía mi atención y no podía confiar en nadie. Entré en mi círculo vicioso. La
desconfianza que todavía llevo como compañera de viaje.
Pero qué me dijo mi hermana: “Todos tenemos problemas”
y colgó.