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Tormenta del Galgos. 7


Lana. Asociación Galgo Español.

Séptima entrada de mi blog.

El Greñas agradeció a todos los Santos que me fuera nada más llegar sin despedirme si quiera. La Rubia me dedicó una mirada gélida con un corte de mangas desde la puerta de la residencia  cuando creía que no la miraba, no debe conocer el uso del espejo retrovisor. Y por qué se hizo tan tenso nuestro regreso, pues sencillamente porque cuando me pierdo en mis recuerdos mi cara expresa el sentimiento, las sensaciones, incluso el dolor que me embargó en el momento vivido.
Cuando entré en el campo de refugiados sentí una oleada de nauseas, no alivio ni alegría al verme rodeada de gente capacitada para ayudarme a salir de allí tan rápidamente como lo que había tardado en embarcarme en aquella nueva provocación a la muerte, a la que esquivé a duras penas. Fue escuchar en la radio desvencijada de aquel pueblo de la frontera al que me retiré a curar un tiro que rozó sin ninguna consecuencia mi muslo derecho: “Un nuevo ataque, más sanguinario que los anteriores asola en estos momentos las montañas del norte… bla, bla, bla”, cogí mi mochila con la cámara y mi ordenador y salir de allí sin pensarlo dos veces.
El campamento olía a toda lo que uno pueda imaginar en una situación donde la higiene es un lujo que nadie, ni el más rico, se puede permitir; no había agua corriente ni rio ni pozo ni nada, el agua que se bebía se recogía en grandes bidones de gasolina donde los militares colocaron unas telas impermeables; haceros una idea de los dolores intestinales que provocó aquel liquido marrón lleno de cuerpos extraños flotando, y las diarreas que padecimos todos los presentes; ahora, ya metidos en situación, figuraros las letrinas y las más de doscientas almas buscando alivio, ya lo tenéis, pues sin echarle mucha imaginación, pues no creo que haga falta, suponer como olía. Nauseas, asco.
La embotellada que quedaba se distribuía entre los bebes, que los había a veintenas y en los dos quirófanos donde se salvaban tres de cada siete vidas y en aquellas circunstancias era una proeza que salieran adelante tres. Cuando fui atendida por una herida con un aspecto bastante feo, tras dos horas de larga espera, la mujer entrada en años que hacía las funciones de enfermera me contó que mi amigo el caco andaluz y sus compañeros acudieron en ayuda de un hospital de campaña de la Cruz Roja que estaba a la entrada del valle y había sufrido un ataque; esperaban su regreso en cualquier momento pues llevaban una semana sin abastecimiento médico ni alimentos y su situación era bastante angustiosa pues no dejaban de llegar gente de todos los rincones. Era más una esperanza que una certeza, pero me gusta el autoengaño al que se somete el ser humano para seguir adelante. Me puse al día sentada en el suelo terminando de curar mis pies en yagas, mientras aquella mujer con manos torpes pero carácter decidido iba desinfectando las heridas de los que se sostenían en pie. “¡Mándanos los más graves!” dijo un hombre vestido con una bata que un día fue blanca. Ella asintió y siguió contándome como era el día a día de un campamento que no descansaba más de una hora y con los sentidos alerta. Aunque me hacía una ligera idea.
Y supongo, y lo sé, porque mis padres me sacan de estos trances por no ver mi rostro transfigurarse en horrible muecas de dolor y repugnancia, que lo que la Rubia vio en mi cara fue la mirada de una mujer que observa con desprecio a un animal sin aliento y dolorido, y no la de una mujer que perdió el alma entre batallas que no eran la suya buscando a la muerte que jugaba con ella al ratón y al gato. Mi batalla estaba aquí donde ahora estoy tres años después, no me refiero a la puerta de la residencia gritando “puta” a la Rubia que no me oye, tenía que haber cogido un avión, plantarme delante de mi ex y decirle tres o cuatro cositas bien claras, y no rumiar mi rabia, mi odio, mi ira, cargando mi cabeza de historias a cual más horrible y que ahora no salen, no me abandonan, creo que la muerte me dio lo que tanto buscaba sin yo saberlo: me hizo morir en vida.  

En casa veo los ciento veinte whatsapp que tengo de la Asociación alabando el trabajo de la Rubia, lo que le faltaba para su ego,  y las fotos que muestran la expresión de desesperanza de los galgos. Hace bien su trabajo, ya está en las redes el rescate, los nombres de los nuevos miembros de esta gran familia y el relato de lo acontecido por la mañana pero no me menciona. Esperaba por su parte cierta delicadeza. Contabilizó mentalmente como suben los “me gustan” y las cien veces que se compartirá su breve texto. No me gusta la Rubia.
Mientras voy pasando con el dedo los distintos emoticonos de corazones y los breves comentarios de todos los miembros del grupo, me entra otro mensaje. Cierro aburrida de leer una y otra vez lo mismo y me lanzo de cabeza al nuevo sin ver el remitente.
“Tenemos que vernos. Hay mucho de lo que hablar.”
Mi examiga. Antes la daba mil apelativos, los había obscenos, despiadados, crueles, morbosos… Ya no. Permanece en línea. Dudo en ponerle un dedo corazón levantado y cerrar la conversación, pero en el fondo tengo curiosidad por saber por dónde va a salir tal intercambio de insultos e improperios. Porque según estoy últimamente no creo que tengamos una reunión pacífica. Tendremos que elegir un sitio público y bien concurrido, no sea que se me vaya la cabeza y la estrangule con mis propias manos. Soy capaz, me veo capaz.
*¿Dónde y cuándo? NO tengo la menor ganas de verte, solo por deferencia a esa amistad traicionera que un día tuvimos podemos insultarnos cara a cara.
*Mi intención es disculparme y aclararte lo que sucedió.
*Lo que sucedió lo sé. Te metiste en mi cama con mi marido y no fuiste capaz de mover un dedo cuando me despojó de todo lo que me importaba. Mi trabajo.
*Él no se merecía tu amor. Tampoco el mío ni el de ninguna. Es un egoísta, manipulador, desgraciado, no respeta a nadie.
*¡Discúlpame! No voy a quedar para convertirme en tu paño de lágrimas, vete a la nueva tetona que se lo tira y le abres los ojos.
*Ya lo hice. Está como nosotras deslumbrada por su elegancia, sus buenos modales, esa galantería que te agasaja haciéndote sentir especial.
*¡Oye, oye! No me metas en el mismo saco que tú y esa zorrita. Yo me sentí atraída por su cerebro, por su dominio de la profesión, y no por su cuenta corriente. Tú buscabas a alguien que te sacara de la miseria en la que has vivido desde que naciste, que te hiciese sentir una señora y que la gente por una vez te viese al mirarte. Desde que te conozco te has metido en la cama de todo el que pudiese ayudarte a subir peldaños. ¡Qué buena amiga soy que te puse en bandeja la oportunidad de tu vida!
*En la cafetería de siempre mañana a las 12h. Entenderé si no vas. Te sigo queriendo.
“Hay amores que matan” dice mi madre muy a menudo como una muletilla de esas relaciones que son viciosas y mal sanas. Creo que mi examiga es una persona tóxica en mi vida inexistente. Me quiere, me quiere con la soga al cuello. Como poco curioso.

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