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Tormenta de Galgos. 6



Sindy. Asociación Galgo Español.

Sexta entrada de mi blog.

“¿Sabes cómo hacer amigos?” me soltó el Greñas cuando tensábamos la red que va sobre la jaula. Le miré atónita, yo no había empezado la discusión, sí es cierto que no intenté sofocar el acaloramiento de la Rubia; sé cómo aplicar la mirada humillante o la mueca de labios detonante, y seguir pareciendo inocente ante los que observan alrededor. Consigo calentar el ambiente sin ensuciarme las manos, lo aprendí durante los tres años que observé  a través de mi objetivo a aquellos que se escondían tras los líderes de los movimientos por la Paz; y apliqué con ella todo eso y mucho más. Creo que antes de que se acercase la Rubia con el pienso y el táper de pollo, dijo algo como “Nadie tiene culpa de tus problemas”, pero no estoy segura, quizá fuese yo misma intentando encaminar mi comportamiento, pero ni puto caso, me siento bien aunque me da algo de lástima esta imitación barata de la Barbie. Al Greñas no se le escapaba ni una.
Esperamos durante horas. Vimos amanecer por el horizonte en absoluto silencio. Ya casi cerca de las nueve divisamos a lo lejos al primero de los galgos; era una pareja de dos machos, escuálidos y temerosos. Ambos atigrados, uno en tonalidades marrones y el otro en negros y grises. Dieron vueltas alrededor de la jaula, olfateando la comida, nerviosos y hambrientos se relamían y salivaban gimiendo al ver el plato de comida tan lejos y dentro de aquella caja metálica que olía a otros perros, pero sobre todo a humano. Yo les veía girar y girar, aquello se iba a demorar hora. Desconfiaban de los ruidos de los coches que pasaban por una autopista cercana, de los pájaros que revoloteaban sobre sus cabezas pendientes de los granitos de pienso que se derramaron por el suelo. El negro sollozó angustiado y entró en la jaula sin pensárselo más. El otro le observaba inquieto, paseaba de un lado a otro mientras su compañero de penurias se acercaba al comedero lentamente, esperando lo inesperado,  y cuando engulló los primeros granos y dos trozos buenos de pollo, fue latente su miedo al sentirse paralizado por una cobardía que le impedía arriesgar. Se alejó uno metros, y pensé que escaparía hacia una arboleda cercana olvidándose del que un día compartió una huida sin destino. Pero no. La soledad pesa mucho, y en los peores momentos, sentirse acompañado hace menos dolorosa la pena. Eso debió de pensar el atigrado de tonos marrones porque regresó sobre sus pasos y aunque vaciló unos segundos entró al fin, cayendo a su espalda la puerta metálica de la jaula, accionada por un mando a distancia que sujetaba el Greñas esperanzado.
-¡Sujetad con fuerza la red!-pero no saltaron intentando darse a la fuga. Rápidos intercambios de miradas entre ellos y nosotros.
Metí la mano por los cuadrados de la reja metálica y acaricié el lomo del negro, que se volvió lentamente y me olfateó, a continuación me lamió la punta de los dedos y desvió los ojos  cuando se cruzaron nuestras miradas, los clavó en el suelo y bostezo varias veces. El otro era otra historia, estaba aterrado, miraba a su compañero buscando la calma que no encontraba en nuestros rostros serenos ni en nuestra sonrisa franca. Su cuerpo marcado por cientos de cicatrices, su hocico torcido, nos relataba una historia amarga; nadie vería la bondad en sus ojos, ni su gesto amable en el lametón agradecido, su cuerpo marcado sería su tarjeta de identidad y nadie vería más allá.
-Cada marca es un perdigonazo por la presa que se le escapa, por la carrera que no gana. – la Rubia era implacable, vuelta al ataque.
Colocamos los lazos en sus cuellos y metimos los trasportines pero ninguno hizo amago de escapar ni mostró agresividad. Impactaba su docilidad. Cuando recogimos todo y regresamos cada cosa a su lugar en la furgoneta, el Greñas en un tono alegre nos recordó que teníamos que ponerles un nombre, nos correspondía ese honor. La Rubia saltó dando palmaditas como una niña cursi.
-Yo, yo, yo… el negro Corazón y el marrón Amore.
-Son machos.- le recordó él mirándola con cierto estupor.
-Pero son tan monos, tan cariñosos.- él me animó para que pudiese dar mi opinión o proponer un nombre más varonil.
-No sé me ocurre nada.- mentí.
Bautizar es entrelazar lazos con alguien, y yo no estaba dispuesta a unirme emocionalmente. Sencillamente no podía. El Greñas escribió los nombre en una ficha y la Rubia hizo un baile de contoneo y espasmos algo ridículo, sentí vergüenza ajena como se lo hice notar cuando me di la vuelta sacudiendo la cabeza y resoplando estrepitosamente.
Fui todo el camino de vuelta observando los ojos de aquel que habían bautizado como Amore, el otro iba gimoteando y ladraba de vez en cuando pero Amore no se inquietaba por el nerviosismo de Corazón, no había esperanza en sus ojos, ni inquietud por lo que fuera a suceder a partir de aquel instante. Dicen que cuando se anulan los sentimientos hay más posibilidades de sobrevivir, porque cuando no se espera nada, nadie te traiciona lo suficiente para que te dañe. Amore se dejaba llevar.
Un, dos, tres… regresé en el tiempo mirando en el fondo de sus ojos.
Mis pies se hundían en un barrizal de barro y excremento. Nuestro camión con los últimos supervivientes de los pueblos de la montaña había pinchado veinte kilómetros atrás y teníamos que llegar al campo de refugiados. No teníamos comida desde hacía días y el agua que caía del cielo como una venganza despiadada, era lo único que calmaba nuestros estómagos hambrientos.
Éramos un grupo reducido, mujeres y niños sobre todo, un par de ancianos y un hombre con la mirada perdida, encerrado en sí mismo, reproduciendo en su cabeza una situación traumática que le había desligado de este mundo. Algunos contaban que murió toda su familia en un bombardeo, otros que vio como violaban a su mujer y a su hija de corta edad y los mataban ante sus ojos, alguien puede pensar que todo es demasiado dramático, muy de novela, pero aquel hombre estaba conmocionado y no era por gusto. Los sentimientos se hacen intensos, sus pensamientos vuelven una y otra vez al mismo punto de partida, se pierde el sueño y el apetito, y entonces salta el “click”, el cerebro se desconecta. Caminaba como una autómata, alguien le empujaba suavemente y el iniciaba la marcha, cuando todos nos dejábamos caer en la tierra agotados, necesitaba de una presión en el hombro para tomar asiento, era capaz de caminar durante horas sin desfallecer, sin quejarse; perdió una bota en un riachuelo y nada le detuvo para cubrir la distancia que nos faltaba sin emitir un solo quejido. ¿Qué fue de aquel hombre sin nombre? Dicen que murió dos días después de llegar al campamento, pero mienten. Nunca hubo vivo más muerto que él.

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