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Zenda. Asociación Galgo Español. |
Cuarta entrada de
mi blog.
Conducir en mi estado era peligroso. Salí del
camino de arena de la residencia marcando rueda y cuando me salté el stop y
aquel coche me pitó hasta dejarme sorda, me di cuenta que tenía que parar y
contar más de cien. Metí el coche por el arcén dando un volantazo a la derecha
y metiéndome por entre dos pinos estrechos que se apartaron lo justo para darme
paso; frené en seco y dejé caer mi cabeza sobre el volante. Respira, respira,
me repetía a mí misma intentando recuperar algo de cordura. ¿Por qué me sucede
esto ahora?
Una rabia interior que nacía de lo más
profundo de mi cabeza y se repartía por mi cuerpo como una culebra sibilante y
amenazadora; tensó los dedos de los pies que se cerraron violentamente. Pero
aquella violencia no se extinguió en un reflejo casi imperceptible, ascendió
por las piernas que se pusieron rígidas, tensionadas para atacar con patadas
certeras a un fantasma que se presiente; subió por los brazos que se doblaron
pegados al cuerpo y llegaron a las manos que se cerraron formando dos pequeños
puños que estrangularon la sangre, palideciendo los nudillos. Y cuando todo el
cuerpo fue ingobernable llegó la oleada de palpitaciones nerviosas al cerebro.
Grité, grité. Pero la rabia dio paso al miedo o el miedo hizo nacer la rabia,
no lo sé. Cuando el miedo te gobierna te vuelves impredecible. Golpeé con mis
puños el volante una y otra vez, ahuyentando aquel miedo que me llenaba la
cabeza de fantasmas, de todos los muertos que llenaban mis recuerdos. El tiempo
trascurrió rápido, tan rápido como las imágenes de mi cámara se descargan en el
ordenador, mi cerebro visualizaba una a una todas las instantáneas que un día
capturé con mis ojos de espectadora, recreándose en los detalles; con cada
imagen un recuerdo, una historia.
Cuando aquella ola desapareció por entre los
árboles de aquel pinar, mi respiración era entrecortada y mis nudillos
sangraban. Estaba agotada, sudorosa. Una brisa suave mecía las hojas de los
altos pinos que no dejaban pasar la luz del sol, más que en débiles rayos, y me
dejé llevar por aquel baile hipnótico de luces y sombras. Me dormí.
Me encontraba en el desierto, rodeada de
arena que se movía lentamente cambiando el paisaje con cada soplo de viento,
escuchaba el siseo casi imperceptible de su paso, cuando aquellas tonalidades
doradas y brillantes abandonaron los tonos ocres alcanzando los rojos vivos. Me
agaché y tomé un puñado de aquella arena rojiza en mis manos pero se escapaba
entre mis dedos delgados y finos. Abrí la mano para observar cuantos granos
conseguí retener en un desesperado intento de agarrarme a algo real, aquellas
dunas que se movían como el pecho de un moribundo me engullían hacía un agujero
que se formaba bajo mis pies. En mi palma vacía no quedaba tiempo alguno,
teñida de rojo por la sangre de todos aquellos que habían perecido en aquel
reloj de arena. Fui tragada por el agujero que crecía bajo mi cuerpo tembloroso
y caí a otro desierto con arenas doradas. Mi consciencia se despertó antes que
mi cuerpo y me hizo comprender que estaba atrapada en un gran reloj de arena,
que mi ciclo de vida se repetía una y otra vez, que cada grano era un recuerdo
que cargaba sobre mis hombros, un muerto, una historia sin final, como la de
aquella madre y sus tres hijos que nunca fueron mencionados en los periódicos
ni en los telediarios. Nadie contabilizó sus muertes, no había nombres, ni
papeles, nadie lloraba su ausencia, nadie reclamaba sus vidas.
Mis miedos nacen de un conflicto básico,
inconscientemente no resolví mis problemas. No me enfrenté a ellos cuando debí
hacerlo. Y con el corazón roto en miles de trozos, sin serenar la cabeza, me
lancé a una caza de brujas.
Cuando puse el pie en España después de tres
años de ausencia, me sentí extranjera en mi propia patria. No sabía caminar
erguida, sin cubrirme la cabeza y sin mirar a mi espalda. Me asustaban los
rostros de la gente, sin restos de aceite de motor, polvo de escayola, ni
manchas de sangre. Había aprendido a caminar a metros de distancia de otras
personas para no ser el blanco fortuito de un francotirador sin experiencia.
Huía de los mercados y las aglomeraciones. No soportaba los abrazos de mi madre
ni sus caricias, aborrecía las palabras de aliento de mi padre y sus
explicaciones coherentes a mi estado de pánico. Deseaba la soledad de mi
habitación, dormir sentada en la esquina más alejada de la puerta y vigilar con
el rabillo del ojo la ventana cerrada a cal y canto. Al escuchar el picaporte
mi cuerpo se tensionaba y miraba con horror los ojos de lástima con los que mi
madre me daba los buenos días. Las secuelas de la guerra me acompañaron en mi
viaje, no las abandoné como mi maleta que se perdió hacía ya tiempo en un
bombardeo cualquiera. Ya no dolían las cicatrices físicas que cubrían mi
espalda, eran las cicatrices invisibles que no dejaban de sangrar y convertían
mi regreso al hogar en un infierno. No distinguía lo real de lo ficticio, los
sonidos se confundían, escuchaba los proyectiles volar sobre mi cabeza y las
balas silbar en mis oídos. No comía ni bebía y a todas horas me embargaba la
angustia. Y una mañana decidí, no sé por qué, sofocar el incendio que me devora
por dentro con capas y capas de mantas. Y aquel desplome emocional que un día
me embargó, desapareció. Lo conseguí yo sola, sin alcohol y sin drogas. Me fui
como corresponsal de guerra para informar al mundo entero del horror que vivían
otros seres humanos, me quedé en aquellas tierras hostiles, no porque no
tuviese una vida esperándome sino porque mi trabajo no había acabado,… y capa
tras capa fui sofocando la sensación de ser una “don nadie”, de la culpabilidad
que tenía por los actos inmundos que había realizado para sobrevivir, y por
todo lo que mis ojos fueron testigos mudos.
Recuerdo la voz del psiquiatra como si
estuviese sentado junto a mí en estos momentos:
-Antes o después todo lo que se empeña en
enterrar sin solucionar, saldrá a la luz. Lo puede hacer de miles de formas diferentes
y entonces…
-¿Será tarde?- le dije con una mofa en los
labios.- ¿Ese supuesto estrés postraumático que me asaltará una noche cree que
me matará? Si no lo consiguieron los bombardeos ni el fuego cruzado ni las
minas terrestres, ¿cree que mis recuerdos lo harán? Yo creo que no. Es cuestión
de tiempo que olvide.
-Algo la hará despertar del letargo en el que
quiere sumergir su conciencia. Algo tan sutil como una ráfaga de viento o una
gota de roció sobre un hoja de rosal. Algo insignificante.
-Cuando llegue ese día estaré preparada.-
dije e ufana y me despedí con un apretón de manos seguro y firme.
Miré por el espejo retrovisor y vi una furgoneta
blanca aparcada en el arcén, era el Greñas. Rebusqué en mi bolso el móvil y al
mirar su pantalla me avisaba de que tenía veintiocho nuevos mensajes, todos del
grupo de la asociación. “¿Quién me echa mañana una patita en un rescate
mañanero?” así iniciaba el Greñas una conversación seguida de veintisiete buenas
razones por las que no podía ninguna acompañarle. Y mis dedos teclearon: “Yo
voy”. Cuando mi cerebro se dio cuenta de la insurgencia de aquellos dedos
traicioneros ya era tarde, el Greña ponía en marcha su furgoneta después de
contestar: “Gracias 1324. A las 5 de la mañana, en la residencia.”. Vi como su vehículo
oxidado y destartalado salía lentamente del arcén y enfilaba calle arriba
desapareciendo por la rotonda.