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Tormenta de galgos. 3



Las puertas del Infierno se abrieron devorándolo todo.

Tercera entrada de mi blog.

Me acerqué a la parte de atrás de la furgoneta y miré hacia donde se perdía orgullosa la mirada del Greñas. Allí en tres trasportines se veían los ojos asustados de tres galgos, arrinconados en el fondo de la jaula mirando hacia nosotros con una mezcla de suplica y miedo. El Greñas les hablaba suavemente mientras colgaba arneses, collares y lazos de unos ganchos en los laterales de aquella caja con ruedas oxidada y mal oliente que él llamaba coche. Vomito, heces y pelo mojado era la mezcla de aromas que no ocultaría ningún ambientador, pero también olía a miedo, dolor y una pizca de esperanza. Había manchas allí donde posases los ojos pero los míos se fueron a unas muy concretas: sangre. Solo alguien que ha visto la evolución de las tonalidades de ese liquido rojo vivo que nos corre por las venas, las reconocería de una mancha entre marrón negruzco cualquiera.
Un codazo de él, al trajinar con unas cuerdas, me hizo regresar al momento presente y no perderme de nuevo en mis recuerdos tan bien enterrados en los últimos dos años, ¿Qué me estaba sucediendo? ¿Por qué revivir después de todo este tiempo aquella pesadilla que me hizo caminar por el borde del desfiladero? Ni idea.
Él seguía contándoles a aquellos pobres animales que su pesadilla había terminado, que una oportunidad se abría ante ellos y que nunca más nadie les haría daño. Aquella promesa escrita en papel mojado, pues nadie puedo prometer un caldero de oro al final del arco iris, me hizo escuchar en la lejanía de mi cabeza la voz del sargento andaluz.
-¡Ya están a salvo!- gritaba cada palabra por encima del sonido del incesante mortero que no daba tregua a una ciudad que llevaba dos días escondida bajo los escombros.- Tienen que seguirme deprisa. Los insurgentes se acercan por el norte y nos tenemos que desplazar al sur donde nos esperan el resto de los nuestros.
Yo no dejaba de fotografiar cada rostro, cada expresión de la cara que mostraba el agotamiento que dejaba las noches en vela y el miedo a que todo lo que más amaba muriese porque no estuvo despierta el tiempo suficiente de ver llegar la bala. Aquella madre abrazaba a sus hijos que lloraban sin lágrimas, porque se secaron junto a su pecho escuchando los latidos de su corazón.
Llenos de polvo y escayola del techo que aduras penas se sostenía sobre sus cabezas, les había encontrado dos horas antes cuando fotografiaba a los cascos azules esquivar las balas de los morteros mientras sacaban a los últimos ancianos y niños de los restos de sus hogares, aquellos que se negaban a empezar un nuevo capítulo porque ya no tienen espíritu para escribir sus líneas. Pensé que estaban muertos, hasta que escuché el sollozo del más pequeño. Me acerqué y toqué con suavidad el brazo de la madre, abrió los ojos sobresaltada esperando el desenlace que tanto temía. Se sorprendió tanto como yo cuando nuestras miradas se cruzaron. La hablé con suavidad y dulzura, veía las caras asustados de sus hijos observando a una y otra con meticulosidad, esperando ver alivio o miedo en su joven madre para saber si debían empezar a llorar y temblar. No quería dejar su hogar, su marido había jurado regresar a por ellos, nunca les dejaría morir en aquel infierno, le esperarían. Era inútil argumentar que él podía ser una de aquellas imágenes que mi cámara tenía guardados  en su memoria, cuerpos sin vida que yacían tirados por todos los rincones de aquella ciudad fantasma. Era inútil. No se fiaba de mi palabra y en mis manos vacías no había arma con la que proteger a sus hijos ni nada con lo que salvaguardar sus jóvenes vidas. Entonces salí corriendo de aquella habitación sin apenas paredes y busqué al casco azul andaluz que me había obligado a dejar la ciudad subida en un camión con heridos y enfermos. Le encontré apostado tras un coche volcado disparando hacía un punto en el horizonte.
No se sorprendió al verme, eran tanta las veces que le había desobedecido que una más no le llevaba al asombro. Me decía que siempre miraba por encima de su hombro porque sabía que no andaría lejos, que le recordaba a su hija. Le conté atropelladamente mi descubrimiento pues las balas silbaban a nuestro alrededor. Dejó su puesto tras comunicarlo por el walkie y corrió tras de mí disparando a nuestras espaldas.
Les juró que con él estarían a salvo, que nada malo les iba a suceder. Cogió en brazos a los dos pequeños y salimos de aquella casa unos segundos antes de que volara por los aires. Corrimos sorteando los cráteres que inundaban la carretera, agachando la cabeza y cubriéndola con nuestros desnudos brazos, como si aquello que caía del cielo fuera la lluvia fina que esta mañana mojaba mi rostro. Subió a la madre y a los hijos al último camión de la ONU, vi como un soldado cubría sus delgados cuerpos con una manta antes de perderlos en la distancia. Nosotros nos montamos en una tanqueta y les seguimos a varios metros. Me dejé caer en el suelo agotada entre los pies de los seis militares que agradecían al Todo Poderoso darles unas horas más de tregua y entonces escuchamos como el cielo se desquebraja, como la tierra tiembla al sentir acercarse el proyectil,  como el silencio se hace profundo y la respiración se contiene, como recuerdas a los tuyos y a la vez suplicas porque no caiga sobre ti.  Y cerré con fuerza los ojos y esperé. Esperé. Y escuché el estallido en la distancia. Abrí con miedo mis sentidos a mi alrededor y me incorporé para ver donde había caído, si erró en su disparó tan cruel hombre que ataca a los que huyen con miedo. Estamos en guerra.
Las manos grandes y callosas del soldado andaluz me cogieron con fuerza y me obligaron a sentarme, pero ya era tarde, sabía donde había impactado y rompí en un llanto profundo y doloroso. Me dolía el pecho y me zumbaba la cabeza, la escena que se dibujaba ante mí era indescriptible, no quedaba nada, solo las llamas que lo consumen todo. El cielo se tiñó de rojo, las puertas del infierno se abrieron devorándolo todo. Nunca prometas lo que escape a tu control. Jamás.
Sentí la mano del Greñas acariciar mi espalda. Supongo que solloce entre sueños como me sucedía las noches agitadas. Retiré con brusquedad su mano y me aparté con furia de su lado. “¡No me toques!” grité con todas mis fuerzas hasta sentir un dolor punzante en mi garganta y me alejé hacía el refugio de mi coche dejando atrás a un hombre más que sorprendido, esperanzado. No me detuvo ni me persiguió ni me calmó con palabras vacías mi espíritu quebrado. Quería el refugio de la soledad de mi casa. Quería encontrar la paz ficticia que estaba perdiendo y entender por qué mis sombras me buscaban después de dos años de ausencia.

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