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Tormenta de Galgos 2.

Amore. Asociación Galgo Español.


Segunda entrada de mi blog.

El día no mejora, es más, empeora por segundos. La lluvia, que otras veces me relaja, hoy me puso de mala hostia. Los transeúntes que caminan con esos paraguas que parecen sombrillas de playa y no saben si vienen o van por la acera, me han subido la bilis a extremos peligrosos. He tenido que regresar a casa antes de que me liase a patadas con alguna papelera o cubo de basura, que tan amablemente los conserjes de estas urbanizaciones de pijos han colocado en mitad del paso, por no desplazarse dos metros más, evitando así mojar sus finolis uniformes de pingüinos.
Tengo un mal día, pero tampoco intento salir de este bucle de rabia y odio en el que estoy. Me recreo una y otra vez en todas esas cosas que me desquicia o me hacen daño.
El bote del azúcar estaba vacío, aquí solo vivo yo, evidentemente se terminó y no lo repuse, no podía echar las culpa a nadie, pero incluso en esta situación donde yo soy la única culpable de tan absurda situación que se soluciona rellenándola con el saco de dos kilos que tengo en la despensa, he encontrado una cabeza de turco, mi madre; esta mujer preocupada por mí a todas horas que llama a cada segundo para saber hasta las veces que voy al baño o lo que he comido o  qué voy a cenar cuando no tengo ni idea si tengo algo en la nevera, porque no recuerdo cuando fui a la compra; me rompe mi finísimo hilo de concentración. Por su culpa no rellené el tarro del azúcar y ahora tengo que tirar este amorgo liquido negro por el fregadero, porque coger y llenarlo sería ceder a mi cabreo y hoy no estoy dispuesta. ¡¡Un muy mal día!!
Con este estado de ánimo no debería coger el coche, este cacharro metálico diseñado por el mismísimo Satanás, saca lo peor del ser humano. Gente dulce y servicial al volante se trasforman en engendros de la boca soez y del gesto deshonesto como estandarte. Maniobras peligrosas y adelantamientos al más estilo de los Formula 1, realizadas por conductores que tropiezan con sus propios pies en un suelo liso, no ocasionan más accidente que la bocinada del resto de los conductores. ¿Cuál va a ser  el estado de mi enajenación al volante, sabiendo que me subo con un monumental “mírame y no me toques”? ¡¡Qué se jodan todos los que se crucen en mi camino!!
Pero tengo que ir al único sitio donde encuentro mi paz interior, aunque nunca he ido en tal agitación, ¿conseguiré sosegar mi cerebro que no hace más que mostrarme escenas reales y ficticias de mi vida todas llenas de rencor y desprecio?
He llegado. Tengo el pulso agitado y sigo desprendiendo por mis poros odio. Tengo las venas del cuello marcadas y las arrugas de la frente surcando despiadadas mi rostro casi cuarentón. Reclino la cabeza en el asiento, no puedo entrar con la respiración entrecortada y los ojos saliéndose por mis orbitas. Tengo pinta de loca. Y lo estoy.
Me negué a ir a un psiquiatra cuando mis padres lograron sacarme de aquellas tierras donde intentaba suicidarme sin yo apretar el lazo de la soga en mi cuello o ingerir las pastillas. Me negué porque sabía cuál iba a ser el diagnóstico. Dos años les costó a mis padres tal tarea y lo consiguieron porque había llegado casi al final de mi sendero, aquello ya no era el camino de la vida, sino un atajo que tomé para llegar directamente a la casilla que ponía “RIP” y ganar la partida a más de uno. Pero siempre hay alguien que se cruza en tu vida por un motivo u otro y el mío fue un sargento andaluz que contaba chistes para levantar el ánimo y anécdotas de su familia para salir de situaciones arriesgadas. Aquel sargento, un casco azul de Jerez de la Frontera me metió en un avión del ejército rumbo a España, sin mi consentimiento.
Y en estos pensamientos ando cuando escuchó una furgoneta que necesita una puesta a punto aparcar a mi lado. Me intento esconder en el asiento, camuflar con la tapicería y desaparecer de la vista de alguien que me vigila desde su ventanilla. Siento que esos ojos me miran con cierto recelo, pero no miro para no ser vista, necesito calmarme y lo estaba logrando hasta que la sombra de alguien me engulle. Dos golpes en la ventanilla y mi mala leche se dispara.
-¿Venías hoy a Resi?- una voz masculina que no es del todo familiar pero está en mi recuerdo. Miró de reojo y veo al Greñas.
No recuerdo su nombre, me la dijo en varias ocasiones pero yo en aquellos días estaba con los oídos embotados por los silbidos de las balas y las explosiones con las que me acostaba cada noche.
-Sip, lo dije en el grupo.- arquea una ceja.
-Pues genial, hoy hay mucho tajo.- su tono cantarín me molesta, todo en él me molesta.
Es un tipo alto y con el pelo en melena, puedo decir que es guapo, lo sé por como lo miran las demás mujeres. No es mi tipo, no sé porque no lo es pero no me hace tilín ni me atrae. Viste como un pordiosero y huele a pelo de perro mojado. Hoy lleva unos pantalones vaqueros llenos de rotos y desgastados, no como los que tengo yo en mi armario de Levis, estos tienen horas de trabajo y pocas lavadoras. En la mano lleva dos correas y me tira una sin avisar, que me da en el pecho y cae al suelo. Le dedico una mueca de repugnancia que ignora con educación.
-Los he rescatado esta mañana, vienen aterrados, hay que tratarles con delicadeza, no obligarles sino quieren. Paciencia mi querida 1324.- son los cuatro últimos números de mi teléfono móvil.
Nunca me presenté y tuve varias oportunidades según se iban incorporando voluntarios en el grupo de Whatsapp pero no me había apuntado para hacer amigos, ni para tener una relación que no fuera estrictamente la de ayudar a los animales, no necesitaban saber mi nombre, solo cuando iba a ir y lo que tenía que hace, después el parte del día y nada más. Rellené mi cuestionario con recelo, no deseaba que nadie supiera nada de mí y recordé varias veces a una de las mandamás la ley de protección de datos; creo que caí mal desde el principio. En las tres entrevistas que tuve en la residencia para conocer el manejo de los animales, las rutinas y que hacer en cada situación, no hubo filin. ¿Por qué me aceptaron? Necesitaban ayuda y demostré tener mano con aquellos pobres desgraciados, dicho con cariño, si es que tales apelativos pueden demostrar el respeto que les tengo a todos y cada uno de ellos. En la segunda entrevista me comunicaron que ya podía ir sola, soy la única que va sin compañera, yo lo asumo y ellas lo prefieren. Lo asumo, porque es mucho trabajo para una persona, me encantan los retos y hacer aquello sin ayuda, lo era, y me volví solitaria. Fui abandonada en tierra hostil, entonces tuve que reinventarme para sobrevivir, aunque primero quise destruirme con la idea romántica de que aquellos que me habían llevado a esa situación se sentirían despreciables y padecerían horrores al saberme muerta por su culpa; luego me di cuenta que mi vida era mía y nadie más perdería con su ausencia que yo, y aprendí a no confiar en nadie ni compartir nada con ser humano alguno, ni mi nombre si es preciso. Aprendí a estar sola.

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