Y me vi corriendo por un bosque perseguida
por gente con la que llevaba años conviviendo. Escuchaba mi nombre pronunciada
por sus labios encrespados. Buscando desesperadamente entre los matorrales y
los setos mi cuerpo escondido, pero yo no dejé de correr. Oía sus protestas, sus
injurias, me culpaban de las malas cosechas, incluso de la peste sufrida años
antes de las que muchos nos libramos pero solo recordaban que yo jamás estuve
enferma, ni sufrí caída, ni herida alguna a lo largo de mi vida. Las viudas me
culpaban de la muerte de sus maridos, los padres de las de sus hijos y los
hijos de la de sus padres. Mi cercanía había sido causa del nacimiento de niños
ciegos o de la niña sorda del molinero. El ganado y los caballos que habían
muerto por causa del humo negro que salió de las entrañas del castillo, fue
también cosa mía y no de los experimentos absurdos que mi padre y el señor
Macqueen hacían para alcanzar la vida eterna. Y la noche que me protegía
llegaba a su fin, y el día amenazaba por el horizonte. Con el alba llegaría mi
fin. Esa idea martilleaba mi cabeza no como una amenazada sino como una
certeza. Y el astro rey se levantó más luminoso que nunca, como si aquel día
fuera el más feliz de su vida. A pesar de estar en pleno invierno, brillaba y
calentaba como el día más caluroso de agosto. Aquello hacía que la sangre de
las gentes pacíficas hirviese por sus venas.
Caí varias veces y me levanté otras tantas. Y
llegué a un claro del bosque donde una barrera de lobos me aguardaba. Reconocí a
Alfa, un paso por delante de los demás, a su hermano Beta y sus amigos y al
fondo en la distancia, guardando la espalda de sus hijos estaba Mike, que no
levantaría un dedo por mí, porque consideraba que yo entre todos los presentes,
era el único ser que iba contra la naturaleza.
Los hombres se pararon al ver a los lobos y
estos mostraron sus dientes con el deseo de que cada cual volviese a su casa
sin derramamiento de sangre. Pero Macqueen no estaba por la labor. Me tenía al
alcance de su mano y no estaba dispuesto a dejarme escapar por unos cuantos
lobos. Encendió a un más el alma encolerizada de los presentes con mentiras y
falsedades. Alzó su espada junto con la de mi padre y ambos a un grito de
guerra salieron a la carrera.
Cierto era que los allí presentes no eran
todos gente de armas, muchos eran granjeros y ganaderos pero eran tan diestros
con sus palos como los soldados con sus armas. Los lobos ganaron los primeros
asaltos. Vi como mi padre y el señor de aquellas tierras se había rezagado en
la carrera con la idea de que todos aquellos peones agotaran a los lobos para
caer sobre ellos cuando las fuerzas estuviesen mermadas.
Estaba tan absorta en la batalla que no vi
llegar a mi padre por detrás. Me tapó la boca y me intentó arrastras hacía
donde aguardaba Macqueen. Mike en la distancia vio la escena pero aquel no era
su problema, el suyo era salvaguardar la vida de sus hijos. El único cabo que
no tuvo en cuenta es que Alfa jamás dejaría que me deñasen. Y de la refriega
salió el imponente lobo negro que se lanzó sobre mi padre, quedando yo libre. Pero
es cierto que cuando uno actúa arrastrado por el corazón su cabeza no está fría
para la batalla. De la nada mi padre y Macqueen sacaron dos espadas afiladas
cuyo brillo cegó durante unos segundos y cuando el destello nos dejó ver, Alfa
yacía muerto en su forma humana.
El aullido de Mike rasgó el aire y la batalla
que ganaban los lobos cesó al instante. Beta se acercó al cuerpo sin vida de su
hermano. Macqueen dio un paso al frente y golpeó con el pie el cuerpo sin de
Alfa, yo me arrastré hasta coger su mano y llevármela a mi pecho. Nada me
quedaba en este mundo cruel y solo deseaba reunirme con él.
-Llevaros a vuestro hermano. Ella se queda.-
dijo señalándome.
-Ella no es de las nuestras.- escupió las
palabras con tanto odio que Beta miró a su padre sin reconocerlo.
-¡Padre!- se atrevió a decir.
Pero Mike recogió el cuerpo de su hijo entre
sus brazos y no dudó en empujarme cuando me negué a soltar su mano fría,
aquella que tanto había anhelado cada noche y con la que soñaba cada mañana. Mike
dio la orden y los lobos abandonaron el claro, el último en dejarme fue Beta que
aguardaba un milagro que no llegó.
-¡Vete! Yo estaré bien. En breve me reuniré
con Alfa.- le vi alejarse sin soltar mi mirada con la suya empañada y la mía soportando
sin derramar una lágrima que delatase mi miedo.
Mi padre y Macqueen se frotaban las manos, ya
tenían lo que tanto ansiaban la sangre de la eternidad. Pero no se puede
desatar a una masa sedienta de sangre y luego pretender que con una palmada se apacigüen
los ánimos cuando está rodeado de los cuerpos sin vida de familiares y amigos, desgarrados
por grandes lobos. Aquella masa se arrojó sobre mí. Sin esperarlo siquiera.
No voy a relatar lo sucedido. Pues ni Alfa ni
yo continuamos mirando. Aguardamos durante todo el día escuchando los ruidos
más espantosos que jamás hayamos escuchado. Cuenta la leyenda de aquella noche
que Macqueen dio muerte a la última pareja de lobos de Escocia. Como se forjan
las leyendas y los cuentos, como escondemos la vedad entre sus líneas y
cubrimos con mentiras nuestras envidias y egoísmos.
Cuando la noche empezó a hacerse presente la
gente se retiró a sus casas. Mi padre y Macqueen intentaron en vano coger gotas
sueltas de mi sangre derramada por un campo helado. Y allí yacía mi cuerpo
destrozado. La luna cubrió el claro iluminando mi piel blanca cubierta de
sangre. Densas nubes cubrieron el cielo amenazante y la luna se ocultó tras
ella.
En el lado opuesto al nuestro la figura de una
mujer de cabello negro y vestida con blanca túnica se hizo presente junto a la
figura imponente de un lobo gris. Caminaron despacio hacia el cuerpo de la
joven Adelis. Ella miró al cielo desconsolada, reteniendo la ira entre sus
puños cerrados, y el lobo aulló a la
ausente luna.
-Busca a todos y cada uno de los que han
hecho esto, ¡Dales muerte sin piedad! Yo maldigo a todos los que tuvieron algo
que ver en la muerte de nuestra hija. Vivirán una larga vida de infortunios,
reviviendo su pecado una y otra vez, no encontrando jamás la paz ni el perdón.
El lobo salió corriendo convirtiéndose en una
sombra negra devorando todo a su paso. Cuando lo tuve a mi lado, vi a mi
adorado pulgoso, mi López, mi guardan. Me costó dejarlo ir.
Nos acercamos sigilosos. Quería ver de cerca
a mi madre. Era ella. Me lo decía el corazón.
-No fui consciente de mi maldición. Con ella
os arrastraba a ti y a él. Vosotros sois el pecado por el que no encontrarán la
paz ni el perdón, el pecado que revivirán una y otra vez.- su voz era melancólica.-
He intentado a lo largo de los siglos modificar la historia que ninguno
padeciera el dolor que vivisteis una vez, pero maldije con una larga vida a
todos estos indeseables. Borré de vuestra memoria el dolor sufrido pero a ellos
les dejé vagos recuerdos de sus vileza, en lugar de emplearlo para enmendarse, os
culparon a un más de sus infortunios y os buscaron para daros muerte sin
comprender por qué. No sé qué puedo hacer.
Regresamos al mundo presente con una sacudida
cuando los ojos de mi madre y los míos se encontraron. Ambas deseábamos estar
juntas, abrazarnos pero jamás nos hubiésemos separado.
Curioso el punto de partida, el lugar donde
nos encontrábamos. La morgue. No encontraría un lugar más acorde con mi estado
de ánimo. Me sentía muerta.
Sentí un abrazo cálido. Al girarme vi los
ojos negros de Alfa mirándome y una sonrisa que esta vida no había disfrutado.
-Debes regresar a tu forma lobuna.- le
supliqué.
-Ya no hay tiempo.-con un movimiento de
cabeza me indicó la puerta que estaba a pocos segundos de ceder.
-Ahora podemos explicarles todo y lo entenderán.-Alfa
movió la cabeza triste.
-Tú madre por desgracia no dejó opción a la
salvación.- sabía que era cierto.
Dejé caer mi cabeza sobre su pecho y aspiré
el aroma de su cuerpo. Ahora recordaba todos los momentos vividos, los besos y
las caricias. Añoraba aquellas noches en la cueva. Las carreras por el monte.
-Esta vida la he malgastado.- le dije abrazándole
con fuerza. –Quizá en la próxima te encuentre antes.
-No podemos permitir que nuestra familia siga
viviendo un clavario por un pecado ya olvidado.- le miré sin comprender.
-¿Qué me propones?- en su mirada triste vi lo
que pretendía.- No me queda mucho tiempo.
-No quiero verte morir.- lloré mientras
besaba sus labios por primera vez en esta vida.
-No lo harás.
Sentí el frío en mi vientre. Su aliento
recorrer mi espalda. Y su mirada perderse en la mía. Su mano me hizo sujetar con
fuerza la daga que había clavado en mí. Negué con la cabeza y supliqué no verme
obligada a arrebatar la vida a quien forma parte de mi alma, pero la mía se
desvanecía por mis venas. Él presionó su cuerpo contra el mío y la pieza helada
que sujetaba entre nuestras manos entrelazadas se unió a nosotros.
-Están libres de pecado.- escuché su voz
alejarse mientras me sumergía en un sueño oscuro y profundo.- ¡Juro que si no
funciona, te buscaré porque no voy a olvidarte!