Llegó un punto donde el orden en el ataque y
el cuidado en las heridas, aunque algunas pareciesen graves, se trasformó en la
locura, en una orgia del mal, en una película macabra, allí donde mirases la
escena era más cruel que la anterior más sádica.
El calor de las llamas, el humo que
dificultaba la respiración, el olor a sangre y el miedo en los ojos
desorbitados, fueron el alcohol que llevó a la embriaguez, al inhibidor de la
cordura, a la falta de sensatez y la ausencia de la humanidad. Los gritos
aumentaron al ritmo que los gruñidos, aullidos se intensificaron, y el salvajismo
del atacante se hizo más feroz y letal. Nadie estaba a salvo, ni los niños ni
las embarazadas ni los ancianos. A todos se daba muerte indiscriminadamente,
sin consideración ni piedad. Y yo hasta ese momento me había creído astuta al
esquivar sus garras y sus colmillos, pero mi salvoconducto se perdió cuando no
hubo presas y la sed de sangre no se había saciado. El personaje creado para
una farsa liberó las cadenas del actor, desatando la bestia que todo miserable
lleva en su alma, sintiéndose seguro tras una máscara creada para la ocasión y
que protegía su anonimato; realizó la más vil de las interpretaciones.
Dejó su presa desangrándose en un rincón
cuando me vio acurrucada bajo los cimientos de una casa, escondida entre
maderas y piedras. Venía a por mí lo sentía en mis entrañas. Busqué con la
mirada a mi hermano, pero el humo y las luchas por salvar la vida de cada uno,
hacía imposible que nadie escuchase mis lamentos. Corrí a ocultarme en lo más
profundo de la casa, pero aquel ser grotesco me persiguió sin dificultad a
pesar de su gran corpachón. Escuchaba su respiración jadeante y su ansiedad por
darme caza. No tardó mucho pues llegué a un muro de piedra levantado para
proteger la vivienda del límite del río que discurría con violencia tras el
deshielo. No estaba dispuesta a morir y me dispuse a golpearle con todas mis
fuerzas aquella cabeza tan desproporcionada.
La primera patada se perdió en el aire, pero
supo que no se lo iba a poner fácil, que miedo no le tenía, algo sí pero no
tanto como para quedarme quieta esperando la muerte. Su primer zarpazo también se
perdió entre el humo que nos rodeaba y el polvo de ceniza que caía sobre
nuestras cabezas. Yo busqué un palo con el que defenderme o una piedra que
lanzarle pero no había nada, sólo podía esquivar y golpear como tantas veces
había visto a mi padre y a mi hermano escondida en el granero. El segundo
zarpazo me alcanzó el brazo, sentí un profundo dolor y un líquido cálido caer
hasta mis pies desnudos, pero saqué fuerzas de flaquezas y salté por los aires
golpeando su cabeza. Perdió el equilibrio y escuché un sonido metálico contra el
que chocaba alguien que ahogaba un gemido. Resopló entre dientes y me atacó de
nuevo pero yo volví a saltar y con los pies juntos caí sobre su estómago. Una
barra golpeó mis tobillos cuando mis pies se hundieron entre los pellejos de
piel de aquel ser extraño. No vi llegar el siguiente golpe ni los otros tantos
con los que me vi volando por los aires cayendo sobre unas herramientas
oxidadas y olvidadas. Cogí con fuerza una azada y esperé el enviste de aquel
ser que corría hacía mí con la cabeza gacha. Fue un golpe de suerte que su
pellejos quedase enganchado en un clavo mal puesto y el tirón le hiciese caer
de espaldas, momento que aproveché para golpearle la cabeza y hacérsela saltar
por los aires. Me asusté al ver aquella bola de pelo estrellarse contra el muro
de piedra y ver como quedaba reducido a una alfombra como las que cubren el gran
salón de reuniones en el castillo de los Macqueen. Al mirar los restos del ser
que tumbado en el suelo intentaba salir del aturdimiento me di cuenta del
engaño.
Ante mí estaba el inigualable e inconfundible
hijo del señor Macqueen, un muchacho escurrido y triste que seguía los pasos de
su padre como una sombra más que como un futuro heredero; enfermizo y de carácter
antojadizo, habíamos cruzado dos palabras en toda nuestra vida y casi todo lo
que salió por sus labios inexistentes y sus ojos pequeños y achinados, eran
insultos y miradas desafiantes.
-¿Tú?- atiné a decirle.
-¿Qué haces todavía aquí?- me dijo asustado
al darse cuenta de quién era yo.- No puedo cometer ningún error y tú eres un
borrón.
Entonces me di cuenta que aquellos hombres no
eran otros que el señor Macqueen, mi padre, su hijo y los otros algunos
mercenarios dispuesto a lo que sea por una buena paga, gente sin escrúpulos ni
conciencia. Estaba dentro de una estructura metálica que tenía un prominente
hocico con afilados dientes que se movía cuando aquel muchacho feo y arrogante
tiraba de una cadena con sus dientes, las manos manejaban unas garras que no
eran otra cosa que brillantes cuchillos unidos entre sí; con el simple tacto hubiesen
cortado una manzana, todo cubierto con los pellejos de lobos matados durante
años, le daban una apariencia siniestra y peligrosa.
Tenía que correr ahora que estaba
desorientado y tumbado en el suelo. Salté por encima de él, sintiendo una de
sus garras acariciar mi pie. Corrí por el muro hasta llegar a una parte de
menor altura y me encaramé a él para luego no dudarlo ni dos veces, saltar a
las frías aguas del río cruzándolo a nado tan rápido como mi magullado cuerpo
me lo permitió. Y corrí al abrigo del bosque con el hijo del señor siguiendo
mis pasos y tras él otros tantos falsos hombres lobos que sin diversión en la
aldea vieron a bien emprender una cacería donde yo era la presa con la que
ensañarse.
No pensaba en nada, no buscaba nada, sólo
corría entre los árboles para salvar mi vida a sabiendas de las pocas
esperanzas de éxito que tenía.
Por el rabillo del ojo me pareció ver una
estela blanca y negra que corrían para darme alcance. Llegué a un claro y vi
parados ante mí a los dos lobos, uno blanco y otro negro. Me arrodillé agotada,
mareada y con el corazón en un puño. Los lobos saltaron sobre mi cabeza y se
perdieron en la espesura del bosque. Solo me llegaron los alaridos de todos
aquellos que se encontraron a los verdaderos hombres lobos. Agaché la cabeza y
recé. Una sombra se acercó por mi derecha y al levantar la mirada vi los ojos
fríos y oscuros de Mike, el brazo derecho del señor Macqueen, mi padre jamás se
fió de él y algo en la expresión de su rostro era diferente y entonces vi sus
blancos colmillos asomar por los labios y comprendí lo que era pero antes de
poder gritar o pedir explicación me golpeó con el canto de su mano y me sumió
en un profundo sueño.