Estaba decidida a seguir, sin pensar ni parar
para aclarar las ideas o intentar componer el puzle que se me mostraba con cada
fragmento de vida. Sin abrir los ojos extendí la mano hacia donde suponía que
estaba Zeta.
-Te ha llegado el turno, Zeta, ¡deja que te
acaricie!- un ligero sonido de unas patas acercándose y un resoplido hicieron
que perdiera el valor. Recogí los dedos en un puño cerrado y aguardé a
recuperar el coraje para seguir adelante sin pensar en las consecuencias, no
podía continuar siendo un libro con las páginas en blanco donde todo el mundo
escribiese fragmentos de la historia a su antojo.
Sentí en mis nudillos la suavidad de su
pelaje y esperé paciente a la corriente de energía que me trasladase a otro
momento de mis muchos. No sucedió nada. Aguardé impacientándome, quizá la
conexión se había perdido, cuestión de esperar. Extendí los dedos y los entrelacé
en el pelo llegando alcanzar su piel cálida y sentir sus pulsaciones inquietas.
-¡Correeee!- abrí los ojos sobresaltada al
escuchar los gritos de Alfa.- ¡¡Correeee!!
Alfa yacía en el suelo con una herida
sangrante a la altura de las tripas. Yo estaba de rodillas junto a él. Me
sacudía intentando sacarme de mi aletargo pero como explicarle que yo no era yo
sino otra.
-No me escuchas… tienes que dejarme aquí y
huir. Ya llegan, les huelo.- me zarandeaba mientras yo miraba aquella camisa
blanca que iba adquiriendo un tono rojo vivo.
-¿Quién llega?
-¿Qué te sucede?- me alejó de él y miró en lo
más profundo de mis ojos.- ¡Escúchame! si no sales de aquí a la mayor brevedad
no podré protegerte, no me quedan fuerzas. No puedo permitir que te sacrifiquen
porque en esta vida tengamos la partida perdida. Inventa otro nombre y
encuentra la felicidad, por una vez que uno de nosotros sepa lo que significa
tener familia y… - miró por encima de mi hombro- ¡Vete! Ya casi no queda
tiempo.
Me puse en pie dispuesta a salir corriendo
sin saber dónde, no conocía en qué ciudad estábamos, ni quién era yo ni de quién
tenía que esconderme. Estábamos en un callejón estrecho y lleno de basura,
donde se escuchaban las ratas correr entre los cubos y los gatos escondidos
sobre ellos, esperando que su presa se expusiera con confianza. Me sentía
ratón. Tiró de mi brazo y quedó mi cara a la altura de la suya. Me sujetó la cabeza
con ambas manos y me besó en los labios durante unos minutos. Me cortó la
respiración, mis mejillas se ruborizaron y mis piernas temblaron.
-Recuerda que ahora todos son enemigos. No te
fíes de nadie. ¡¡Correeeee!!- me empujó y salí a la carrera por el callejón
hacia una calle transitada por coches y gente que caminaba por el medio de la
vía.
Aquella última palabra que escuché de Alfa en
sus labios, aquella última palabra que sentí agarrándome la boca del estómago
con fuerza, era la misma vocecilla que yo llamaba conciencia, aquella que
escuchaba desde que llegué al piso de Mike, aquella que resonaban en mi
interior cada vez que estaba cerca de él, aquella que confundí con una advertencia
no era otra cosa que un eco de su voz.
Era la Gran Vía de Madrid. Había carros
tirados por caballos y otros por burros y coches de los que había visto en ferias
y exposiciones de vehículos clásicos y gente caminando entre ellos, hablando
como si tal cosa. Estaba asustada. Caminaba mirando a mi alrededor, fijándome en
la cara de todos los que se acercaban a mí, esperando que cualquiera de ellos
me hiciese daño, y sin darme cuenta choqué con un limpiabotas que sentado en el
suelo aguardaba a sus clientes.
-¡Señorita, tenga más cuidado!
-¡Lo lamento caballero!- parecía divertido al
escuchar cómo le había llamado.
-¿Qué le sucede?- se puso en pie con
dificultad, una de sus piernas era algo más corta que la otra.- ¿Puedo
ayudarla?
-¿En qué año estamos?- no se extrañó con mi
pregunta.
-1960, señorita. Está usted en Madrid y esta
es la Gran Vía.
Por encima de su hombre vi acercarse a dos
sujetos que me resultaron muy familiares. Uno era Zeta y el otro Gamma. Las palabras
de Alfa salieron de la boca del limpiabotas.
-Todos son enemigos. ¡¡Correee!!
Salí a la carrera en el sentido contrario a
ellos y el pobre hombre me observó desaparecer entre los coches y la gente sin
atender a sus gritos. Corrí entre los transeúntes sintiendo sus pasos cerca de
mí. No me atrevía a mirar hacia atrás. Dejé la Gran Vía y me metí por una
callejuela sin saber muy bien por qué abandonaba la protección del gentío. Bajaba
la calle empedrada tan deprisa que mis pies parecían volar, sentía mis piernas
ligeras y mi cabeza se ausentaba del peligro tan cercano y se creía a salvó. Reduje
el paso y me atreví a mirar a mis espaldas. Pero no vi a nadie, la calle estaba
vacía. Me senté en el bordillo y me froté los tobillos. Entonces aprecié un
dolor en el pecho que se intensificaba por segundos, como una sacudida eléctrica
terrible y después un sentimiento de soledad. Apreté el pecho con ambas manos
para que aquel dolor desapareciera, pero lejos de hacerlo se acentuaba por el
brazo, ¿sería un infarto del miedo vivido y la carrera sin sentido? Sollocé. Una
presión en la cabeza me hizo levantar la vista del suelo para enfrentarme a la
mirada divertida de Zeta, aunque algo en la mueca de sus labios contradecía esa
alegría que brillaba en sus ojos. Me puse en pie sujetándome con fuerza el
cuello de la chaqueta, el dolor se acentuaba por la pierna. Su cara llena de
pecas y su pelo rojizo no me parecían tan divertidos como en las otras
ocasiones. Gamma aguardaba al otro lado de la calle, con aquella actitud de
impaciencia.
-Créeme que lo siento.- me dijo Zeta cuando
vi el brillo de una navaja en su mano derecha. Me sujetó por la cintura y la
clavó en mi vientre.
-¿Por qué?- le pregunté mientras me
abandonaban las fuerzas.
-Él murió hace unos segundos y si no lo
hacemos así tardaremos siglos en volver. ¡Perdóname!- y caí al pozo y el rostro
de Zeta se desvanecía en un agujero pequeñito de luz.