López ha esperado pacientemente en el pasillo
hasta que me he puesto el pijama. Al entrar me ha echado una mirada altiva,
para que supiera que estaba ofendido. Mi hermano nunca era tan terco y mucho menos
desvergonzado. Cuando tuve la suficiente edad para saber que las etiquetas de
las camisetas iban hacia atrás y las cremalleras de los pantalones hacía
delante, mi hermano esperaba fuera hasta que yo terminaba de vestirme. Creo que
maduró muy pronto. Yo tendría seis años y él solo once y le recuerdo subido a
un banquito calentándome la leche en un cazo mientras canturreaba canciones. Me
preparaba la merienda del colegio y me revisaba la mochila, me llevaba y me
recogía a la salida de clase y me ayudaba a hacer los deberes. Por eso miro a
mi pulgoso y no veo nada en él que me diga que mi hermano está ahí dentro.
-¡Vamos a acostarnos!- sigue dolido por
dejarle fuera. Mueve ligeramente las orejas cuando hablo pero no se inmuta. Sentado
en la alfombra, todo erguido y con la mirada fija en las contraventanas
cerradas, es la viva imagen del ser ofendido. Sé que me escucha porque dos
veces le he pillado mirando de reojo. Tozudo.
Maldigo al ver mi mesilla vacía de libro y
agua. Me acuesto a pesar de todo pero a los pocos minutos me doy cuenta que estaré
horas dando vueltas, necesito un libro, otro vaso de leche y una botella de
agua. Me pongo mis zapatillas de deporte y me echo sobre los hombros la colcha
de la cama. López mueve la cabeza de un lado a otro, no le cuadran mis trazas
para meterme en la cama. Abro la puerta pero no lo duda ni dos veces, es mi
sombra.
Nos movemos con sigilo pero con confianza,
sabemos dónde vamos y cuál es nuestra meta, la cocina, la biblioteca y vuelta a
la cama. No se escuchar ruido alguno, el crujir de la madera de la escalera y
un reloj que marca las horas con cierto nerviosismo, pero nada más. Nuestro
primer destino es alcanzado con rapidez y maestría, sin sufrir daños, tomo un
gran sorbo de leche del mismo brik sin vaso ni bobadas, y me rio de mi propia
maldad, luego pienso en los cincuenta lobos que duermen hoy en el castillo y
han podido hacer lo mismo y se me revuelve el estómago. No hay más guarro que
el escrupuloso, ya lo decía mi madre. Me lavo la lengua debajo del grifo y
escupo el agua que enjuaga mi boca, López me observa con extrañeza mi nuevo
ritual nocturno. En la despensa encuentro una botella de medio litro de agua;
cierro con el pie la puerta y con un movimiento de cabeza, ordeno a López que
me siga, él cual lo hace porque le apetece, iba a ir fresca si decidiera llevarme
la contraría.
El camino a la biblioteca, donde espié a Mike
y Alfa, es más oscuro y siniestro, no hay ventanas que dejen entrar la luz de
la luna y la linterna de mi móvil ilumina estrictamente lo justo y no tengo ni
idea de cómo encender las grandes lámparas del techo, una mezcla de hierro forjado
y cristal plomizo que emite una luz tenue. Pero el paso seguro de López y su
cercanía me inyectan el valor que necesito. Estamos llegando, recuerdo los
escritorios que decoran el pasillo, y empiezo a sentir esa presión en la nuca y
ese escalofrío en la espalda, es leve pero me obliga a girarme varias veces y
mirar a la oscuridad por la que hemos venido. Pulgoso también mira pero se
impacienta por seguir y alcanzar la protección de una sala que está llena de
libros y manuscritos, si fueran espadas y pistolas de fuego como en otros
castillos que disponen de sala de armas, entendería esa inquietud que percibo
en él por llegar. Entro y cierro sudorosa la puerta y me apoyo en ella, pegando
la oreja para escuchar algún ruido sospechoso, pero nada de nada. Hay un
pequeño cerrojo y lo echo antes de buscar el interruptor que se esconde tras
una cortina de gruesa tela roja que enmarca la puerta. Y se hizo la luz que
ahuyenta los miedos y disipa los fantasmas. Voy pasando los dedos por los lomos
de los libros, no leo sus títulos, solo los acaricio y cuando sienta un
cosquilleo lo retiraré del estante.
Oigo un jadeo o creo haberlo escuchado. López
se mueve nervioso en círculos. Sus grandes orejas se abren y se estiran y su
pelo se eriza, hay alguien o algo ahí fuera. Tengo un libro en la mano, no me
paro a mirar quién lo escribió, de qué va o cómo se titula, solo quiero
regresar a mi habitación que está custodiada por Mike y el grupo de panolis.
Apremió a López para salir por la otra puerta pero parece reacio a dejar de
mirar por donde hemos venido.
-¡Vamos, tenemos que volver a la habitación!-
tiro de su collar pero no se mueve, es más gruñe ligeramente, avisando al que
espera que no es bienvenido. – No seas tozudo, salgamos por esta puerta.
El picaporte se mueve despacio, cuando la
puerta no se abre la mueve con algo más de ímpetu pero no agresivo. Yo doy dos
pasos hacia atrás y López dos hacía adelante, le llamo pero no viene. Continua
gruñendo, ahora más alto y amenazador. Lo que parece una patada hace que
retumbe el marco y chirríen las bisagras, yo doy un respingo y un grito a la
par y López se lanza a la carrera. Coloca sus grandes patas delanteras sobre la
puerta y la araña con saña, gruñendo y ladrando a partes iguales. Yo quiero
salir corriendo pero la puerta sigue temblando violentamente y temo que caiga
sobre él pero no me obedece, no responde a mis gritos ni tirones, está
enzarzado con la puerta.
Saltan dos tornillos del cerrojo y me alejo
asustada, grito a López. Se me saltan las lágrimas entre el miedo y la
impotencia por no lograr que mi pulgoso venga tras de mí y escapemos. Con la
última embestida el cerrojo salta por los aires y las bisagras ceden. Buscó a mí
alrededor algo con lo que protegernos pero como no lance libros, en la sala no
hay nada con lo que enfrentarme al sujeto vestido de negro que entra arrojándose
sobre López que le espera preparado. Grito pero no huyo porque no saldré de esa
habitación sin él. Me tiro sobre la espalda del hombre que me lanza por los aires
con una sencilla sacudida de su espalda. Mi cabeza se ha golpeado con una
pequeña mesita de madera y la he roto, una de las patas rueda hacía la ventana.
Y aunque me duele la espalda y siento entumecida la cabeza, no pienso rendirme,
¡hoy no! Cojo el trozo de madera tallado con finas líneas sin fin y sopeso el
golpe que voy a sacudirle en la nuca.
Tiene a López prisionero contra el suelo,
pero mi pulgoso tiene entre sus fauces su mano derecha que no deja de sangrar por
sus colmillos clavados y por más puñetazos que suelta sobre sus costillas, no
le suelta. Aprovecho para acercarme sigilosa y levantar la pata de la mesita
sobre su nuca pero entonces con una agilidad casi imposible se deshace de López
que sale volando a una de las estanterías, haciendo caer todos los libros al
suelo y desviando mi atención. Mi
preocupación por mi pulgoso hace que pierda el objetivo de mi golpe y cuando
quiero recuperar el factor sorpresa, mi mano esté vacía y el hombre se
encuentra a menos de dos centímetros. Siento su aliento en mi frente y aunque
mi vocecilla me dice que no mire, esa nueva personalidad mía de meter las
narices en todos los rincones, desoye la voz y levanta la cabeza.
Grito, grito y grito. No son los ojos negros,
sin vida, con los que me mira; ni siquiera los grandes dientes blancos que
muestra en una macabra sonrisa; tampoco son las orejas desproporcionadas y algo
vellosas; son las protuberancias de sus cejas que hunden sus ojos y acentúan su
frente. Es un rostro que se modifica con su gruñido y con un latido que marca su
ritmo violento en una vena del cuello. Son dos rostros en uno, cada uno
luchando por vencer al otro, dominando su espacio. Me coge con fuerza por el
cuello y me levanta despegando mis pies de la moqueta del suelo. Siento la
presión en la garganta y mi corazón luchando con fuerza por seguir con su
recorrido, la sangre golpea con nervio mis oídos y me causa un dolor
insoportable, tan horrible o más que la quemazón que inunda mis pulmones cuando
el aire no llega. Mi boca se abre angustiada como la del pez que cae del
acuario.
Por el rabillo del ojo veo enderezarse la
figura imponente de López, se tambalea aturdido, sacude el lomo y flexiona las
patas, me preparo para recibir su ataque que no se hace esperar. El hombre me
suelta de golpe y caigo torciéndome el tobillo. Mi pulgoso muerde con fuerza el
cuello de su abrigo y cabecea reciamente, el hombre intenta coger con sus grandes
manos su cabeza pero sus bandazos dificultan la tarea y ambos caen al suelo.
Yo me pongo en pie apoyándome en el sillón
donde Alfa se dejó caer abatido y a la pata coja intento huir. Gritaré desde el
pasillo pidiendo auxilio; somos presa fácil para este sujeto con la fuerza del
demonio. Voy reculando cuando siento un gran obstáculo que respira profundamente.
Me giro con terror, ya no quiero ver más el lado peligroso de esta historia
donde Mike quiere que sea protagonista.
Un pelo negro despeinado cae sobre un rostro
casi extraño, solo sus profundos ojos negros con el reflejo de la luna llena en
mitad de ellos me recuerdan que en esa apariencia de animal letal está el
hombre tosco, petulante y presuntuoso que llevo siglos intentando dar alcance y
muriendo sin lograrlo.